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La Gloria de la Conversión



"¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?" (Jeremías 13:23)

"¿Quién, pues, podrá ser salvo? Él les dijo: Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios." (Lucas 18:26-27)


Muchas cosas cambian, incluso los gustos y ciertas opiniones de los hombres, no obstante, ¿quién puede pasar de odiar a amar, de aborrecer a abrazar, de la jactancia a la genuina humillación?

Tales cosas no son meras opiniones, sino parte de profundas convicciones que nacen en el corazón mismo de nuestro ser. Los "altivos de espíritu", los "enemigos de Dios", "los burladores" de las cosas santas, no tienen un simple gusto u opinión, sino una fuerte creencia contraria a las verdades de Dios. Por lo tanto, ¿podrían cambiar su profunda inclinación para abrazar las verdades bíblicas simplemente porque sí?

Se hace evidente a la más simple reflexión que ninguno de nosotros pasa del desprecio al amor ni del desinterés a la alabanza por sí mismo. Los verdaderos creyentes reciben un mensaje que los convierte al nivel de sus más íntimas convicciones. No hay en ellos ningún tipo de jactancia por lo que han experimentado, ya que reconocen que lo que ha alumbrado sus ojos y quebrantado su ego pretencioso, es el testimonio de Dios, de la verdad de Dios. 

Para ver este punto quiero compartirles la conversión para salvación más esperanzadora que las Escrituras podrían brindarnos. Es la conversión del malhechor crucificado junto a la cruz del Señor. El testimonio comienza cuando el Señor Jesús se dirigía hacia su ejecución: 

"32 Llevaban también con él a otros dos, que eran malhechores, para ser muertos.
33 Y cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, le crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
34 Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes.
35 Y el pueblo estaba mirando; y aun los gobernantes se burlaban de él, diciendo: A otros salvó; sálvese a sí mismo, si éste es el Cristo, el escogido de Dios.
36 Los soldados también le escarnecían, acercándose y presentándole vinagre,
37 y diciendo: Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
38 Había también sobre él un título escrito con letras griegas, latinas y hebreas: ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS.
39 Y uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.
40 Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación?
41 Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo.
42 Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.
43 Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. (Lucas 23)

He remarcado en negritas las palabras del delincuente condenado a muerte para que consideremos, no sólo el contraste entre este solitario creyente y el resto de grupos enunciados -todos ellos escarneciendo e injuriando al Señor-, sino el notable acto de convicción y confesión de pecado y total entrega de la confiaza en el poder del Cristo. 
Vemos que este "malhechor", tal como lo designa la Escritura, entendió "el temor de Dios" (v.40), la justicia que justamente se les estaba aplicando como retribución a sus propios hechos, y la justa e impecable persona de Cristo.  (v.41). Y no sólo eso, sino que en esos escasos minutos de vida pudo salir en defensa del "Rey de los judíos" y reprender a quien lo injuriaba. Por sus palabras, este malhechor vino a ser contado por justo: como está escrito: 
 "al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia. Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo:
    Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas,
    Y cuyos pecados son cubiertos.
 Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado." (Romanos 4:4-8).


Así, ese hombre a punto de morir bajo una pena de muerte merecida, alcanza salvación sin obras, sólo por la fe en Aquel que hace a todo impío que cree, justo a los ojos del Padre, como está escrito: 
    "Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1 Pedro 3:18).

Y de esta manera, la seguridad de esta bendita gracia inmerecida, no descansa en las manos del pobre condenado, sino del bendito Hijo de Dios, cuyas palabras nadie puede silenciar, ni poder alguno desvirtuar. Así, del pobre moribundo que reconoció la convicción de pecado, justicia y juicio que se leen en esas pocas palabras suyas registradas, el Señor recibió la fe y confianza que el malhechor puso en Él, y respondió las palabras de consuelo y destino eterno más gloriosas que un pobre moribundo podría oír jamás: 

  "Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.
 Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso." v.43.

¿Cuál es entonces la gloria de la conversión? ¿Algún mérito de quien recibe el favor de Dios? ¿Nuestras buenas obras?
¡Por supuesto que no! Tal gloria radica en que aquellos que hemos sido malos, extraviados, enemigos de Dios, y burladores del cristianismo, hemos sido transformados de un modo tan profundo y sobrenatural, por medio de la fe en el testimonio de Dios, que la gracia de Dios comenzó a brillar en aquellos que ninguna verdad divina podíamos contemplar, ni poder alguno para salvarnos podíamos pretender.
Es por eso que toda la gloria es del "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo", quien derramó su sangre para comprar a cada hombre, mujer y niño que confía en Aquel que no sólo murió por ellos, sino que ha de volver en su reino de poder y gloria. 
De modo que recibimos ahora la reconciliación (conf. Romanos 5:11, Romanos 14:3;1 Jn. 3:1-2) a partir de la cual en nuestro camino y en la hora de nuestra muerte podemos confiar y anhelar "estar con Cristo" (Fil. 1:23) en las moradas celestes (Juan 14:1-3). 

Así, nuestra salvación proviene de Dios que nos reconcilió consigo mismo por medio de Jesucristo (ver 2 Corintios 5:17-19), y nos ha dado el poderoso testimonio de la Escritura, que nos muestra el alcance que tiene el Evangelio, de modo que aun un pobre don nadie, sin obras de justicia, sino por el contrario, merecedor de una justa pena de muerte, pudo alcanzar la preciosa promesa de la "salvación a todo aquel que cree" (Ro.  1:16).  
  
La gloria de la conversión es del Señor, quien nos alumbra con la verdad y nos salva con su justicia. 

"Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque este es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo. El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios." (1 Juan 5:9-13).

Bendito seas estimado lector, pido a Dios que cada uno de nosotros atesoremos este amor de Dios para llegar a la salvación con gloria eterna. Amén.
N.M.G.



     

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