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El Bautismo Cristiano

 



¿Qué celebramos en el bautismo?

El bautismo, como acto personal en el que el creyente decide ser sumergido en aguas participando así del mandato de Cristo a sus discípulos: “bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (conf. Mateo 28:18-20) obedece a la enseñanza o doctrina “de bautismos” (Hebreos 6:2). Si bien en las Escrituras podemos ver el bautismo del Espíritu Santo o el bautismo con que el Señor debía ser bautizado (conf. Lucas 12:50), aquí estamos tratando del bautismo de agua, el cual nuestro propio Señor Jesús cumplió como siervo, esto es, para que en todo sea nuestro representante ante el Padre celestial (ver Lucas 3:15-22), como está escrito: “el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18).

¿Quiénes son los que pueden y deben ser bautizados?

He escogido el siguiente pasaje para que las propias palabras del Señor resuman lo que supone acudir a Él en el bautismo.

“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca volverá a tener hambre; el que cree en mí no tendrá sed jamás. Pero ustedes no han creído en mí, a pesar de que me han visto. Sin embargo, los que el Padre me ha dado vendrán a mí, y jamás los rechazaré. Pues he descendido del cielo para hacer la voluntad de Dios, quien me envió, no para hacer mi propia voluntad. Y la voluntad de Dios es que yo no pierda ni a uno solo de todos los que él me dio, sino que los resucite, en el día final. Pues la voluntad de mi Padre es que todos los que vean a su Hijo y crean en él tengan vida eterna; y yo los resucitaré en el día final.” (Juan 6:35-40 NTV)

En estas palabras hallamos lo que supone ir a Cristo: confiar en Aquel que Dios envió para que todos podamos ser recibidos en Él. Nadie jamás será rechazado por Dios si acude al “Pan de vida”. Este llamado universal, a todo ser humano, nos muestra la grandeza y alcance del Evangelio de la paz. El regalo de la vida eterna es para todos los que vean al Hijo y crean en Él.

¿Qué significa ver a Cristo? ¿En qué sentido habrían de ver al Hijo los cristianos de los siglos venideros a quien ya en su primera carta el apóstol Pedro les escribe diciendo “a quien amáis sin haberlo visto” (1 P. 1:8)?

Este “ver al Hijo” es un percibir, un comprender, admirar y gustar su verdadera grandeza e identidad (conf. Juan 6:69), gracias a la revelación del Padre (conf. Mateo 16:17), por lo cual el apóstol Pablo escribió que “Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6).

Todo aquel que ve la gloria del Hijo de Dios tendrá ojos para ver su miseria, esto es, comprenderá que es un pecador necesitado de perdón. Y es aquí, y sólo aquí donde el arrepentimiento que nos lleva a la vida eterna se cristalizará en nuestro ser. Es en este punto, cuando un pecador se arrepiente, la obra del evangelio es celebrada en el cielo (Lucas 15:1-7).

 

¿Por qué pues celebramos el bautismo?

Porque un pecador es recibido por Dios. Este recibir de Dios, por medio de Cristo, es la reconciliación que sólo pueden experimentar y recibir quienes reconocen el valor del sacrificio de Cristo. Dios no nos recibe por ninguna cosa buena que nosotros hayamos o pudiéramos llegar a hacer, sino por la obra de Jesucristo, resumida en la Escritura del apóstol: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.” (2 Corintios 5:21)

Ser hecho “justicia de Dios en él”, es el sinónimo de “justificación”, es ni más ni menos que la locura de la predicación por la cual agradó a Dios salvar a los creyentes (ver 1 Corintios 1:21-31). No llamarlos a cumplir ciertos mandamientos por medio de los cuales llegar tal vez a ser salvos. No, nada más lejos que el evangelio de la salvación por gracia. Ser “justificados gratuitamente por su gracia” como escribe Pablo en el tercer capítulo de su carta a los Romanos, significa lo que el mismo apóstol remarca y repite, que “al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia. Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo:

Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas,

Y cuyos pecados son cubiertos.

Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado.” (Romanos 4:4-8).

Cuando una persona pone su fe en Jesús, descansa por completo en la salvación completa y perfecta que Cristo alcanzó y pagó, de modo que al morir en la cruz el Señor exclamó consumado es, y por eso la Escritura enseña que: “Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.” (Hebreos 10:12-14).

De modo que la celebración del bautismo es celebrar que un pecador/una pecadora, reconoce públicamente que no tiene con qué agradar a Dios ni buenas obras suficientes que puedan satisfacer sus demandas de justicia que hallamos en la Ley. Pero en ese reconocimiento también hay una confesión pública (junto a todos los santos y santas), de que la gracia de Dios en Jesucristo por la sangre del Nuevo Pacto nos ha socorrido en medio de nuestras miserias para pagar todas nuestras deudas delante de Dios, para que “todo el que invocare el nombre del Señor (sea) salvo” (Romanos 10:13).

Quien invoca el nombre del Señor es llamado al bautismo como primer acto de obediencia en tanto que su señorío implica, precisamente, hacer lo que Él nos dice. Así, como leemos en Mateo 28:18-20  «Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por lo tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñen a los nuevos discípulos a obedecer todos los mandatos que les he dado. Y tengan por seguro esto: que estoy con ustedes siempre, hasta el fin de los tiempos».

Y en este acto del bautismo, reconocemos que Cristo “murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos y fue resucitado.” (2 Corintios 5:15)

Entonces, en el bautismo hacemos la elección de acudir a Cristo, para lo cual confesamos que necesitamos que Él nos salve de nuestros pecados pasados, y sepulte en las aguas a nuestro viejo  ser humano con sus vicios y pasiones, malos deseos y egoísmos, necedades y maldades, reconociendo que es eso lo que fue hecho posible y cumplido en la cruz, cuando el Padre cargó sobre nuestro Señor Jesucristo, el único Justo, todos nuestros pecados:

“Él fue traspasado por nuestras rebeliones,

y molido por nuestras iniquidades;

sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz,

y gracias a sus heridas fuimos sanados.

Todos andábamos perdidos, como ovejas;

cada uno seguía su propio camino,

pero el Señor hizo recaer sobre él

la iniquidad de todos nosotros.”

(Isaías 53:5-6 NVI)

 

Esta celebración no puede ser hecha por los infantes, siquiera por un niño pequeño, porque, hasta que no vemos nuestra miseria, difícilmente podremos ver Su grandeza, mientras no entendamos el costo del pecado, no podremos vernos a nosotros mismos en nuestra verdadera condición de malos. Mientras Dios no nos de vida, por su Espíritu, que convence al mundo de pecado, justicia y juicio, no podremos celebrar la victoria de nuestro Rey en nuestro favor, esto es, en favor de los pobres en espíritu, los que tenían por esperanza una condena segura, pero que ahora pueden celebrar con fe esta inigualable verdad:

“si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo! Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo” (2 Cor. 5:17-18)

Esta es la celebración a la que alude nuestro Señor en el pasaje de Lucas 15 vv. 1 al 7.

“Muchos recaudadores de impuestos y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo, de modo que los fariseos y los maestros de la ley se pusieron a murmurar: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos». Él entonces les contó esta parábola: «Supongamos que uno de ustedes tiene cien ovejas y pierde una de ellas. ¿No deja las noventa y nueve en el campo, y va en busca de la oveja perdida hasta encontrarla? Y, cuando la encuentra, lleno de alegría la carga en los hombros y vuelve a la casa. Al llegar, reúne a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo; ya encontré la oveja que se me había perdido”. Les digo que así es también en el cielo: habrá más alegría por un solo pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse.”

En el bautismo celebramos que una nueva oveja perdida vuelve a los brazos del Gran Pastor. De modo que se puede regocijar en Sus palabras: »Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna, y nunca perecerán, ni nadie podrá arrebatármelas de la mano. Mi Padre, que me las ha dado, es más grande que todos; y de la mano del Padre nadie las puede arrebatar. El Padre y yo somos uno.” (Juan 10:11; 27-30).

 

Ahora pues, la iglesia celebra que una nueva alma ha entrado en la familia de la fe, a la casa del Padre, el Cuerpo de Cristo, y por ello es recibida como hermano o hermana, recordando las palabras de nuestro Pastor y Maestro: “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre.” (Mateo 12:48-50).

En el bautismo de agua confesamos públicamente la vocación y elección de quienes han creído a nuestro anuncio, en el que las Palabras de Dios nos han sido dadas para dar a conocer.

 En el bautismo hacemos una elección por dejar crucificadas nuestras pasiones y deseos, y así habiendo tomado nuestra cruz, poder ir en pos del que nos salvó, para que andemos en una nueva vida, la vida de los justos, llamados a ser santos, porque, ¿cómo podríamos experimentar la salvación del pecado y de la separación de Dios, si no tenemos el Espíritu de Cristo? Y ¿Cómo podríamos decir que pertenecemos al reino de la luz, si seguimos amando las tinieblas o no hemos hecho aún una renuncia consciente a ellas?

Por eso, el gran apóstol escribe a los creyentes lo siguiente:

 “Así es, un solo pecado de Adán trae condenación para todos, pero un solo acto de justicia de Cristo trae una relación correcta con Dios y vida nueva para todos. Por uno solo que desobedeció a Dios, muchos pasaron a ser pecadores; pero por uno solo que obedeció a Dios, muchos serán declarados justos. (Romanos 5:18-19)

“Ahora bien, ¿deberíamos seguir pecando para que Dios nos muestre más y más su gracia maravillosa? ¡Por supuesto que no! Nosotros hemos muerto al pecado, entonces, ¿cómo es posible que sigamos viviendo en pecado? ¿O acaso olvidaron que, cuando fuimos unidos a Cristo Jesús en el bautismo, nos unimos a él en su muerte? Pues hemos muerto y fuimos sepultados con Cristo mediante el bautismo; y tal como Cristo fue levantado de los muertos por el poder glorioso del Padre, ahora nosotros también podemos vivir una vida nueva.

Dado que fuimos unidos a él en su muerte, también seremos resucitados como él. Sabemos que nuestro antiguo ser pecaminoso fue crucificado con Cristo para que el pecado perdiera su poder en nuestra vida. Ya no somos esclavos del pecado. Pues, cuando morimos con Cristo, fuimos liberados del poder del pecado; y dado que morimos con Cristo, sabemos que también viviremos con él. Estamos seguros de eso, porque Cristo fue levantado de los muertos y nunca más volverá a morir. La muerte ya no tiene ningún poder sobre él. .” (Romanos 6:1-9).

Esta salvación recibida implica un Espíritu de fe presente en quienes han conocido y recibido la verdad, por la que ahora aman a Jesucristo. Es esta fe la que nos permite descansar en estas palabras:

“él (Cristo) nos salvó, no por las acciones justas que nosotros habíamos hecho, sino por su misericordia. Nos lavó, quitando nuestros pecados, y nos dio un nuevo nacimiento y vida nueva por medio del Espíritu Santo. Él derramó su Espíritu sobre nosotros en abundancia por medio de Jesucristo nuestro Salvador. Por su gracia él nos hizo justos a sus ojos y nos dio la seguridad de que vamos a heredar la vida eterna.” (Tito 3:5-7).

La advertencia necesaria es que el acto de sumergir en agua a una persona, no tiene poder por los elementos (agua, lugar, ministros, etc.) ni siquiera por recitar determinadas palabras, sino por la sinceridad del amor y conciencia humillada delante del Dios Santo ante quien venimos reconociendo nuestra necesidad en fe para que entonces podamos ser bendecidos por Él:

“Dios bendice a los que son pobres en espíritu y se dan cuenta de la necesidad que tienen de él, porque el reino del cielo les pertenece.” (Mateo 5:3 NTV)

Esta bendición de Dios al pecador desnudo, quien viene a ser cubierto con la justicia de Jesucristo, es el fundamento de nuestra celebración, recordando las palabras del Señor que nos afirma que “a vuestro Padre le ha placido daros el reino.”(Lucas 12:32).

Es a ese reino al que somos trasladados (Colosenses 1:13) por Dios mismo, al que entramos simbólicamente en el bautismo, celebrando junto a los ángeles, el arrepentimiento de un pecador, la reconciliación de un ser humano perdido, la incorporación de un nuevo ciudadano en el cielo, el nacimiento de un hijo/hija del reino eterno, un alma adoptada por los méritos del Amado, un nuevo espíritu hecho perfecto.

Por eso, para finalizar leamos Hebreos 12:22-24

“ustedes han llegado al monte Sión, a la ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial, y a incontables miles de ángeles que se han reunido llenos de gozo. Ustedes han llegado a la congregación de los primogénitos de Dios, cuyos nombres están escritos en el cielo. Ustedes han llegado a Dios mismo, quien es el juez sobre todas las cosas. Ustedes han llegado a los espíritus de los justos, que están en el cielo y que ya han sido perfeccionados. Ustedes han llegado a Jesús, el mediador del nuevo pacto entre Dios y la gente, y también a la sangre rociada, que habla de perdón en lugar de clamar por venganza como la sangre de Abel.” (NTV) Amén.

Mensaje sobre el bautismo dado a la congregación de Bahía Blanca el domingo 28 de febrero de 2021.

N. M. G.    


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