“Si
alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y
hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos
de mí, no puede ser mi discípulo (…)
Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:
26-33)
Tres veces el Señor nos señala
lo que impedirá que seamos sus discípulos. Así, en esas cosas es en donde se
debate nuestra obediencia al Señor o nuestro amor por este mundo. Así como no se puede servir a dos señores (en el
ejemplo del Señor, a Dios y a las riquezas, Lc. 16:13), el Señor nos muestra
que tampoco se puede ser su discípulo si ponemos a nuestros afectos humanos por
sobre su Persona, si no nos negamos a nosotros mismos al tomar voluntariamente nuestra cruz, así como Él cargó la suya:
“no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Llegar a aborrecer nuestra
propia vida, es llegar a ver su miserable e inevitable derrota, es decir, la
decadencia mortal que pesa sobre nuestra existencia en este mundo caído. Sólo
cuando vemos la promesa de alcanzar la vida eterna en donde recibiremos gloria,
honra e inmortalidad, es cuando desearemos edificar “una torre” (Lc. 14:28). No
se trata de un aborrecimiento de esta vida insano, sino un sano juicio
iluminado por la verdad eterna del evangelio, la cual nos llevará a amar la
Palabra de fe que predicamos para salvación a todo aquel que cree y buscar las
cosas “de arriba”. Esta es nuestra bendita buena noticia a todo hombre y mujer.
La gran renuncia radica en poner
todo lo que poseemos en las manos del Señor. Como el apóstol Pablo que se
describía como siervo de Cristo (doulos, literalmente esclavo), nuestra confesión de fe
supone que nuestro Señor es dueño de nuestra vida, lo que implica nuestro
tiempo, nuestros recursos, nuestros bienes, y nuestro destino.
El gran error de las multitudes
es pensar que ese señorío de Jesucristo sobre todo nuestro ser, podría ser de
alguna manera negativo. Es llamativo como la gente está dispuesta (y reconoce
la lógica innegable), a sacrificar su tiempo, esfuerzo y recursos en aquello
que creen que les dará mayor satisfacción en el futuro, pero niegan ese
principio en la elección de aquellos que han decidido hacer firme su vocación y elección al recibir el
llamado de Jesucristo (conf. 2 Pedro 1:10).
Por eso, el apóstol Pablo
también puso de ejemplo a los atletas de sus días, los cuales se abstenían de todo para obtener una
corona perecedera (ver. 1 Co. 9:24-25). Esa abstención es una privación que de
buena gana se experimenta para sacar un provecho superior. De igual manera,
todo el que comprende de qué se trata la “la
gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Ro. 8:18), se
esforzará por ella, despreciando (aborreciendo) incluso las cosas lícitas de
esta vida terrenal, ya que ellas, no son más que una vana gloria pasajera que no es comparable con la gloria celestial
que manifestará “la libertad (de la
corrupción y vanidad) gloriosa de los hijos de Dios” (Ro. 8:21).
Es por la presencia de esta esperanza
de gloria impactando el corazón,
que reconocemos a los que “no son del
mundo” (ver Juan 17:14-17) de los que “solo
piensan en lo terrenal” “cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza” (Fil. 3:19).
Del pasaje inicial, en donde oímos
las palabras del Señor y su llamado a ser sus discípulos, encontramos dos
puntos a considerar. Uno, ver si tenemos lo que necesitamos para terminar:
“Porque ¿quién de
vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los
gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla?” (v. 28)
Cada creyente que viene a Cristo
tendrá “gastos” que enfrentar si quiere ser discípulos del Señor. A todos los
que decimos a nuestro Señor, como el apóstol Pedro: “¡Tú tienes palabras de
vida eterna”!, Él nos dice que debemos asegurarnos de tener lo que necesitamos
para acabar la edificación de nuestra vida de fe (seguirlo hasta el final). De
esa manera, cuando todo halla acabado, estaremos firmes (Efesios 6:13).
Creo que hay un ejemplo de esto
en la pequeña historia de Marta y María. Mientras Marta estaba atareada y
afanada en atender la mesa, María había escogido estar a los pies del Señor
para oír su enseñanza. En ese momento, luego del reclamo de Marta para que el Señor
le dijera a María que la ayudara, Jesús le dijo: “Marta, Marta, afanada y
turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le
será quitada.” (Lucas 10:41-42).
Claramente podemos ver el paralelo
con el afán de este mundo y sus reclamos materiales, y la elección del creyente
que se aferra a la enseñanza del llamado celestial (el Señor predicaba el reino
de los cielos, conf. Mt 4:23).
Así, la fe viene por el oír la
Palabra de Dios, y luego el Espíritu que
viene por el oír con fe, es la prueba y garantía de que tenemos lo que
necesitamos para entrar en el reino de los cielos (ver la conversación del
Señor con Nicodemo en Juan 3).
Luego la Palabra nos llama a
seguir al Señor. En Él esta la vida, la victoria, y la eternidad. La presencia
bendita de un Dios inefable, glorioso, que nos ha amado con amor eterno en su
Hijo Jesucristo. Cuando hemos oído este mensaje a los pies del Señor, hemos
escogido la buena parte, la cual no nos será quitada. Es entonces el Espíritu de Cristo en nosotros quien ha
de edificar nuestra “torre”, imposible para los hombres, pero posible para Aquel
que comenzó en nosotros “la buena
obra, (quien) la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6).
Por eso también el apóstol da testimonio de esta verdad diciendo: “por la gracia de Dios soy lo que soy; y su
gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos;
pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo.” (1 Co. 15:10).
Como quien renuncia a un jefe
para trabajar bajo las órdenes de otro cuya empresa es infinitamente superior,
así también, los cristianos renunciamos a la impiedad y los deseos mundanos
para ser siervos de un Amo Justo que paga con gloria que no perece, honra que
viene de Dios, paz e inmortalidad en compañía de nuestro Creador (conf. Ro.
2:7).
Por esto vemos a aquel hombre de
la parábola del reino de los cielos, en Mateo 13:44, que cuando halló este
tesoro oculto a los ojos del mundo, gozoso por ello fue y vendió todo lo que tenía
para quedarse con ese tesoro. Ese tesoro al que se compara el
reino de los cielos en este mundo, es la revelación de las riquezas duraderas y
la honra que están en Cristo (Prov. 3:16; 8:18) en la resurrección (“y lo
esconde de nuevo”). Por eso, el apóstol Pablo renunció a su antigua vida (con
su reputación religiosa y demás honores terrenales) al estimar “todas las cosas como pérdida por la
excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he
perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él”
(Fil. 3:8-9).
Ese, “las tengo por basura”, es
el paralelo del aborrecer nuestra propia vida que señala el Señor. No es que
fueran basura, claro está, sino que su valor en comparación a la gloria del
reino de Cristo, es nulo. El Señor nos muestra la verdad más allá de las
apariencias de este mundo: “Ustedes se
hacen pasar por buenos delante de la gente, pero Dios conoce sus corazones. Les
digo que aquello que la gente piensa que tiene mucho valor para Dios es
despreciable.” (Lucas 16:15 NBV) Obviamente,
el querer pasar por buenos delante de la gente, incluye hacer pasar por bueno
aquellas cosas que hacemos para obtener su aprobación.
Sin dudas, lo que Dios desprecia, será objeto de menosprecio para aquellos que
caminen en comunión con el Señor. Mientras que para aquellos que no tienen
el conocimiento del discípulo maduro, hallamos los siguientes pasajes:
“No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí me aborrece, porque
yo testifico de él, que sus obras son malas.” (Juan 7:7) y “muchos creyeron en él; pero a causa de los
fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban
más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.” (Juan 12:42-43).
Aquí estamos nosotros, los que
anhelamos la gloria de Dios, por lo que también buscamos agradarle en todo,
siendo fieles a su voluntad. Por lo tanto, hemos renunciado a las apariencias
sobre las que se construye la reputación religiosa de las grandes instituciones
“cristianas”, denunciando sus herejías. Hemos renunciado al deseo de ser admirados
por el mundo, porque hemos entendido todo lo que implican las palabras de
nuestro Señor al decir: “el Espíritu de
verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero
vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros.”
(Juan 14:17). “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del
mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece.” (Juan 15:19)
Quienes hemos recibido este
Espíritu de verdad, ya no amamos al mundo, ya no hablamos de lo que el mundo
habla, porque tenemos algo mucho mejor de qué hablar. Nuestra predicación está
fundada en la “sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios
predestinó antes de los siglos para
nuestra gloria, la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció;
porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria. Antes
bien, como está escrito:
Cosas
que ojo no vio, ni oído oyó,
Ni
han subido en corazón de hombre,
Son
las que Dios ha preparado para los que le aman.
Pero
Dios nos las reveló a nosotros por el
Espíritu; … Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que
sepamos lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos, no con
palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu,
acomodando lo espiritual a lo espiritual.” (1 Co. 2-7:13).
El carnal y el espiritual, los llamados y
los escogidos
El hombre carnal verá nuestra
renuncia a los deseos mundanos como una pérdida (terrenal claro está), esto, es
importante señalar, también le acontecerá a los hombres y mujeres que asistan a
la congregación cristiana sin ese entendimiento que viene por medio de la
revelación del Espíritu que nos abre las Escrituras (Lc. 24:32). Por eso, no
debemos avergonzarnos del Señor y de sus palabras, ante el menosprecio, incomprensión,
desinterés u oposición, incluso de
quienes se dicen creyentes. Es aquí donde se produce la distinción entre los escogidos de entre los llamados. Es aquí,
donde se hará visible los buenos frutos según Dios, en aquellos que son
plantados por Él, mientras que se nos dice: “Toda
planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada.” (Mateo 15:13)
Los verdaderos
creyentes encuentran en la ley del Señor su delicia, y en su Palabra meditan. Considerar
Lucas 8:15 “… estos son los que con
corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia.”
Estos son “como
árbol plantado junto a corrientes de aguas, Que da su fruto en su tiempo,
Y su hoja no
cae; Y todo lo que hace, prosperará.” (Sal. 1:2-3)
Estos son
quienes al oír la palabra de verdad, la reciben con gozo y llegan a comprender
que “todo lo que hay en el mundo, los
deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no
proviene del Padre, sino del mundo. Y el
mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para
siempre.” (1 Juan 2:16-17).
Cuando nuestra meta está en
Cristo, su vida y presencia crece en nuestra vida. Cuando vemos la gloria del
evangelio de nuestra esperanza bienaventurada, somos llevados a desear despojarnos de nuestra vana
gloria, para revestirnos de la grandeza de Aquel que se despojó a sí mismo para
mostrarnos un camino más excelente.
“Bienaventurado el hombre que halla la
sabiduría,
Y
que obtiene la inteligencia;
Porque su ganancia es mejor que la ganancia de la plata,
Y sus frutos más que el oro fino.
Más preciosa es que las piedras
preciosas;
Y todo lo que puedes desear, no se puede comparar a ella.” (Prov. 3:13-15).
Para quienes han
hallado esta sabiduría, la renuncia es fácil y su fin es causa de gozo, porque
sabemos qué hemos de hallar al final de esta carrera a la que muchos son llamados, pero pocos los que escogen correrla.
Dios te bendiga.
N.M.G.
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