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La doctrina más radical de Cristo

 







Radical 1. De la raíz o relacionado con ella. 2.Que afecta a la parte fundamental de una cosa de una manera total o completa.

 

El Señor Jesús enseñó muchas cosas, entre ellas, el reino de Dios y las parábolas del reino y el juicio, fueron su tema central. Pero de todas ellas, hay una enseñanza que el mismo Señor señaló como fundamento indispensable, sin lo cual una persona no puede ver, ni entrar, en el reino de Cristo. Así, leemos en el capitulo 3 del evangelio de Juan, acerca de uno de los principales entre los judíos de los días de Jesús, que lo buscó de noche para hablar. El relato dice:

“Este vino a Jesús de noche, y le dijo: Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él.

Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.

Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?

Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.” (vv. 2-6)

 

Algo tan fundamental y vital como haber “nacido del Espíritu”. Nadie puede leer el Nuevo Testamento y entender los misterios del reino de los cielos si no le es revelado. Por eso, se requiere de un acto de humildad inicial por el que la persona que lee, no sólo crea en Dios, sino también que ese Dios ha hablado por medio de sus profetas judíos primero, y finalmente por medio de Cristo, y que por medio de esas palabras que, como dijo el Señor, “son espíritu y son vida” (Juan cap. 6:63) puede darnos un nuevo nacimiento “del Espíritu”.

¿Hay acaso un lenguaje más sobrenatural que este? Lo que ha nacido de la carne, es carne, enseñó el Señor. O sea, los seres humanos son humanos por nacer de una mujer, pero el espíritu es algo que sólo Dios da, por eso leemos en el mismo evangelio de Juan en su introducción: “A lo suyo vino (Jesús), y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.” (vv. 11-13).

Los que reciben a Jesús como el Hijo de Dios, Señor Soberano de toda la creación, les es dado el poder de ser hechos hijos de Dios, o sea, no hijos naturales de tales padres, sino “de Dios”, por lo cual seguidamente aclara que estas personas, no son el resultado de la reproducción humana (“engendrados de sangre”) ni de iniciativa humana propia (“voluntad de carne”) ni de iniciativa humana de terceras personas (“voluntad de varón”), sino de la obra de Dios mismo por quien son “engendrados”. Engendrar, es el acto de dar existencia a una persona. En el cristianismo verdadero, se nos enseña que sin nacer del Espíritu, no hay una vida espiritual real. O sea que uno puede ser un moralista cristiano destacado, y aún así solo tener reglas morales sin verdades espirituales.

Estas verdades espirituales, son cosas que se han de entender (discernir dice la Biblia) espiritualmente. Nuestro ser natural, no puede ver la raíz de su maldad. Las personas pueden reconocer el mal que producen ciertos actos, pero no pueden decir, como la Palabra de Dios testifica: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras.” (Jeremías 17:9-10)

 

 Para que una persona tenga una nueva conciencia, necesariamente tiene que estar expuesta a una nueva fuente de información. Cuando una persona ha crecido en determinada cultura, su forma de pensar está moldeada por esa cultura. ¿Cómo pues podría su conciencia ser transformada si no es desde una nueva fuente superior ("de lo alto")? Esto es precisamente lo que el apóstol Pablo (cuyas enseñanzas sobre la obra del Espíritu de Cristo en los creyentes abundan en sus cartas) nos dice en Efesios 4:22-23: “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente”

 Esta renovación en el espíritu de la mente, viene por medio del conocimiento de la doctrina de Cristo. Ahora bien, para que una persona comience este cambio en el que se va quitando al “viejo hombre” para vivir bajo una nueva conciencia, según “el espíritu”, la persona debe aceptar la cruz, esto es, admitir que nuestra humanidad, nuestro yo carnal, egoísta, y vanaglorioso, es digno de muerte (cfr. Romanos 2:1). Esto es lo que dijo el Señor como requisito para ser sus seguidores: “niéguese a sí mismo, y tome su cruz” (Marcos 8:34). Y el apóstol Pablo escribió a los gálatas: “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos.” (Gálatas 5:24).

“Crucificar la carne”

Esta profunda enseñanza requiere la humildad, y el tiempo y dedicación para recibir “con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar nuestras almas” (Santiago 1:21). Es imposible crucificar mi carne, es decir, matar mis propios deseos naturales, sin un poder extraño a mi mismo (ver Romanos 8:13). El arrepentimiento que nos permite entrar al reino de los cielos, es el que reconoce nuestra necesidad e incompetencia para cumplir las demandas de Dios. El reino de Dios, actualmente invisible al ojo humano, se experimenta cuando desde el nuevo nacimiento, el Espíritu de Dios actúa primeramente reinando en el corazón de aquellas personas que han reconocido a Jesús como su Señor. Así leemos: “Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como vuestros siervos por amor de Jesús. Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.” (2 Corintios 4:5-6).

 Esto es mucho más que una simple palabra, es el confesar que Jesús es mi dueño. Que por su muerte he sido redimido. Sólo entonces puedo querer ir en pos del Salvador del mundo, el único que tiene palabras de vida eterna.

“Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.” (Juan 11:25)

Nadie estaría dispuesto a negarse a sus pasiones y deseos para seguir a un hombre que hace 2000 años dijo las cosas que Jesús dijo, si no cree que es verdadero.

¿Cómo se manifiesta el nuevo nacimiento en la vida de las personas que ahora confiesan a Jesús como Señor y comprenden la necesidad de obedecer sus mandamientos?

Todos tenemos un sentido innato de justicia, de lo bueno y lo malo, lo que debo y no debo hacer. Sin embargo, el nuevo nacimiento nos lleva a una dimensión más profunda respecto del discernimiento de lo que está bien y lo que está mal. Esta experiencia nos muestra una realidad que no se puede tener sin haber nacido de Dios. Esto significa que los mandamientos que Cristo da en su Sermón del Monte, no los puede vivir interna y externamente, una persona, sin haber nacido del Espíritu, de Dios. Tal es así que en la introducción del Sermón, el Señor afirma que este reino es de “los pobres en espíritu” (Mateo 5:3).

Nadie puede reconocer que es pobre en espíritu, sin antes ver su pobreza (ante las demandas de Dios), y la riqueza espiritual de Cristo. Mi “desnudes”, es el reconocimiento de que necesito ser vestido/cubierto. Y Cristo, en la Biblia, desde la prefiguración del evangelio en el libro de Génesis, con las pieles con que Dios vistió a Adán y Eva, es esa justicia sin la cual, no puedo entrar al reino de los cielos (el ser humano ya no pudo estar ante Dios desnudo, quedó destituido por el pecado, ver Romanos 3). Así lo dice el propio Señor en el Sermón al que me estoy refiriendo: “…os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mateo 5:20).

Sin tal justicia, no se puede entrar en el reino de los cielos

Los pobres en espíritu son aquellos que reconocen su necesidad de Dios, y reciben con gozo el mensaje del evangelio “para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16). Ahora bien, ese es solo el primer paso exterior, en el que sin dudas las personas harán “profesión de fe”, o sea, reconocerán ante otros las verdades bíblicas, que Jesús es el Señor, que todos somos pecadores, y asistirán a una iglesia, etc. Pero eso por sí solo no nos capacita para vivir “como vivos de entre los muertos” (verdaderos hijos de Dios). Es necesario que realmente Dios nos haya engendrado espiritualmente, es decir, que hayamos nacido de nuevo. Entonces, y solo entonces, estaremos en condiciones de obedecer al Señor hasta el fin, y poder así andar en nueva vida, por el Espíritu de Cristo. Esta es la única forma para ver cumplidas las demandas del apóstol del Señor: “Anden en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis… Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu.” (Gálatas 5:16-17, 25).

“Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.” (Romanos 8:14)

En la vida de todo cristiano genuino la presencia divina alumbra en lo profundo de su mente, de modo que ahora es consciente de las tinieblas que rodean el alma, y los pecados que albergaba su perverso corazón. Sin embargo, las tinieblas no pueden prevalecer contra la luz, y todo aquel que es de la Luz, cree esta verdad: “… Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” (Juan 8:12)

Quienes procuramos seguir la luz de mundo, que es la verdad de Cristo, tenemos esta certeza: “la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Prov. 4:18) y “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6).

Amén.

N.M.G.

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