“Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose,
vinieron a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba, diciendo:
Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los
cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de
Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia,
porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando por mi
causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros,
mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos;
porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.
Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué
será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por
los hombres.
Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se
puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre
el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz
delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a
vuestro Padre que está en los cielos.”
En los capítulos
5 al 7 del evangelio de Mateo encontramos el llamado Sermón del Monte, donde el
Señor Jesús comienza con las bienaventuranzas del reino de los cielos y sus
promesas. También presenta las características de quienes son parte de ese
reino, seguidos del desprecio por parte de la sociedad en la cual su mensaje no
habría de ser bien recibido.
Luego, la luz y la sal del mundo
está en estas personas menospreciadas que han de vivir a la luz del Rey de este
reino de los cielos instaurado por él en persona. El Señor dijo: “Yo soy la
luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz
de la vida” (Jn. 8:12). Y respecto de quienes siguen a la Luz del mundo se
nos dice: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de
Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe.”
(Hebreos 13:7). Son las palabras de Jesús las que deben forjar la conducta de
quienes transmiten la doctrina del Señor, por ello, no se puede ser luz ni sal
sin una conducta que manifieste a los hijos de la luz. Así leemos: “Mas
vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os sorprenda
como ladrón. Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos
de la noche ni de las tinieblas. Por tanto, no durmamos como los demás, sino
velemos y seamos sobrios.” (1 Tesalonicenses 5:4-6).
Hay un llamado y una
responsabilidad para los que reciben esta predicación del Señor. Hay un reino celestial
con sus bendiciones y promesas, pero todos los que vienen a ser parte de este
reino han de ser luz y sal, o de lo contrario “no entrarán en el reino de
los cielos” (ver Mateo 7:21). Ser sal y luz es como la fe y la obediencia,
no son opcionales, son parte de la verdadera vida del Espíritu de Cristo
manifestándose en los hijos e hijas de Dios.
Por eso, el resto del sermón nos
conduce a través de mandamientos que han de ser cumplidos por aquellos que sean
luz y sal, y que, al vivir de acuerdo a esos mandamientos, darán cumplimiento a
las siguientes palabras del Señor al comenzar su predicación: “Vosotros sois
la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni
se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y
alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los
hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que
está en los cielos.” (Mateo 5:14-16).
Antes de seguir, es importante que
aclaremos qué son “vuestras buenas obras”. Quisiera que consideremos por
ejemplo lo que dice el apóstol Juan sobre la actividad religiosa de personas
que, ya en aquellos días predicaban en relación a Dios, y sin embargo leemos lo
siguiente: “Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo
recibáis en casa, ni le digáis: ¡Bienvenido! Porque el que le dice:
¡Bienvenido! participa en sus malas obras.” (2 Juan 1:10-11)
Vemos que no todo lo que tiene
apariencia de buena obra lo es. La doctrina que predicamos es fundamental. La
religiosidad y el moralismo pueden ser una mera vestidura externa, pero lo que
Dios busca son corazones convertidos en “verdaderos adoradores”, “en
espíritu y en verdad” (Juan 4:23). Y esta adoración genuina, va más allá de
ritos y prácticas religiosas y obras de caridad. De hecho, el Señor dijo a los
religiosos de sus días: “Vosotros sois los que os justificáis a vosotros
mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo
que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación.” (Lucas
16:15).
Dios conoce
nuestros corazones.
La doctrina del
Señor comienza por la necesidad que tenemos de limpiar “lo de dentro del
vaso” (Mt. 23:26). Las apariencias de religiosidad, no tienen ningún valor
para aquel que “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”
(Hebreos 4:12). Por esta razón, hallaremos que en su Sermón, el Señor hace
hincapié, una y otra vez, en el corazón de la persona. Así leemos: “Por
tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene
algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate
primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda.” (Mt.
5:23-24). “Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para
codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.” (Mt. 5:28). “No os
hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde
ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla
ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté
vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.” (Mt.6:19-21) “¡Hipócrita!
saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja
del ojo de tu hermano.” (Mt. 7:5).
El rey David en el Salmos 51 declaró:
“He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, Y en lo secreto me has hecho
comprender sabiduría.” (v. 6). Dios ama al adorador que abraza la verdad de
Cristo en su interior. No meramente la religión de formas y ritos, de mandamientos
y tradiciones de hombres, Dios ama a los que se reconocen pobres en espíritu, los que lloran por
su pecado, los que tienen hambre y sed de justicia, los mansos, los pacificadores,
los que aman la justicia del Hijo de Dios. De estos es el reino de los cielos, a
estos les será dado el consuelo, la herencia, la honra y la comunión del Rey y
Señor de los cielos y la tierra.
Por lo tanto, cualquier intento por
exaltar al ego revestido de religiosidad, será una obra perversa, propia del
corazón que la Escritura denuncia: “Engañoso es el corazón más que todas las
cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que
pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus
obras.” (Jeremías 17:9-10).
Para perplejidad de muchos, en
medio del mundo religioso con sus muchos grupos más o menos poderosos y
reconocidos, se repiten las mismas realidades que ya en sus días denunció el
Señor Jesucristo con respecto a los escribas y fariseos (gente que creía en
Dios y tomaba la autoridad para la interpretación y observancia de las Sagradas
Escrituras).
Es precisamente contra las malas
obras del mundo religioso y moralista que el Señor se levantó. Así le oímos decir: “No
puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí me aborrece, porque yo
testifico de él, que sus obras son malas.” (Juan 7:7).
¿Contra quienes
testificó el Señor?
Veamos algunos pasajes para responder.
El ya citado: “Vosotros (fariseos) sois los que os justificáis a vosotros
mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo
que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación.” (Lucas
16:15).
“Le preguntaron, pues, los
fariseos y los escribas: ¿Por qué tus discípulos no andan conforme a la
tradición de los ancianos, sino que comen pan con manos inmundas? Respondiendo
él, les dijo: Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito:
Este
pueblo de labios me honra,
Mas su
corazón está lejos de mí.
Pues en
vano me honran,
Enseñando
como doctrinas mandamientos de hombres.
Porque dejando el mandamiento de
Dios, os aferráis a la tradición de los hombres: los lavamientos de los jarros
y de los vasos de beber; y hacéis otras muchas cosas semejantes. Les decía
también: Bien invalidáis el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición.”
(Marcos 7:5-9).
“Y aconteció que
estando él sentado a la mesa en la casa, he aquí que muchos publicanos y
pecadores, que habían venido, se sentaron juntamente a la mesa con Jesús y sus
discípulos. Cuando vieron esto los fariseos, dijeron a los discípulos: ¿Por qué
come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores? Al oír esto Jesús, les
dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y
aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he
venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento.” (Mateo
9:10-13)
“¡Ay de
vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros
blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro
están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.” (Mateo
23:27).
Es esta clase de confrontación
entre un Dios que ama la verdad y aborrece a los que se oponen a ella con pretextos,
lo que desde el principio se prefiguró en la relación de Caín y Abel hacia el mismo
Dios a quien fueron a honrar. Ambos fueron a Él con sus ofrendas, pero se nos dice que: “… Caín, que
era del maligno (y) mató a su hermano. ¿Y por qué causa le mató? Porque sus
obras eran malas, y las de su hermano justas.” (1 Juan 3:12).
¿Por qué mataron
a Jesús los religiosos de sus días? Porque las obras de ellos eran
malas. Sin embargo, a los ojos de la gente ellos eran pulcros religiosos, celosos
de la tradición. ¿Cuáles eran entonces las cosas que el Señor sacaba a la luz
de esas personas que se tenían por devotos de Dios? El problema estaba oculto a la vista de la gente, vivía dentro de sus corazones, ellos no fueron capaces de reconocer su avaricia e
hipocresía, orgullo y arrogancia religiosa, ante las denuncias del Señor, que
eran conforme a las Escrituras que ellos mismos decían observar de acuerdo a la
tradición. Así oímos al Señor: “Jesús les respondió y dijo: Mi doctrina no
es mía, sino de aquel que me envió. El que quiera hacer la voluntad de Dios,
conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta. El que
habla por su propia cuenta, su propia gloria busca; pero el que busca la gloria
del que le envió, este es verdadero, y no hay en él injusticia. ¿No os dio
Moisés la ley, y ninguno de vosotros cumple la ley? ¿Por qué procuráis matarme?”
(Juan7:15-19).
La doctrina del Señor es el alimento
y fundamento de la fe de los verdaderos cristianos. Podremos hallar muchos que
se llamen “cristianos”, pero siempre encontraremos que se distinguen por medio
de alguna otra denominación que da cuenta de que su doctrina no es la pura y
directa palabra que hallamos en las Escrituras, donde tenemos las palabras de
Cristo y sus apóstoles escogidos, sino diversas interpretaciones, tradiciones,
dogmas y nuevas revelaciones de ciertos profetas, que han forjado desde diversas
sectas hasta las grandes instituciones religiosas como el catolicismo romano o
el anglicanismo.
Por causa de la justicia
Pero el llamado del Señor es a ser
bienaventurados por padecer “persecución por causa de la justicia”,
la justicia que es por Su causa y ningún otro (leer 1 Cor. 1:10-31). Una
justicia que se opone a la hipocresía de los moralistas y todas las mentiras y
engaños de las falsas enseñanzas y pretensiones humanistas que “detienen con
injusticia la verdad” (Ro. 1:16-25). Es el mensaje de la cruz del Señor
(donde hallamos la justicia de Dios: ver Romanos cap. 3 y 1 Cor. 1) como
única obra que salva (Tito 3:5). Es este evangelio auténtico el que se opone a todo el mundo
religioso y secular que siempre ha perseguido a los profetas enviados por Dios:
El “consumado es” (Jn.
10:30) que oímos al Señor proclamar desde la cruz, es el anuncio de que las
puertas del reino de los cielos fueron abiertas bajo está premisa: “al que
no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es
contada por justicia. Como también David habla de la bienaventuranza del hombre
a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados
aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, Y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado
el varón a quien el Señor no inculpa de pecado.” (Romanos 4:4-8).
En este punto, estamos tomando partido
por la causa de Cristo a favor de los pecadores que confiesan su nombre y se
postran ante Él. Señalando este Sermón como la separación ineludible entre la
luz y las tinieblas, de modo que su autoridad nos llama a hacer una elección
respecto a quién hemos de confesar, al Señor como único digno de nuestra más
alta fidelidad y amor, o al resto de personas que compiten por obtener adeptos (sean
prosélitos religiosos, sean seguidores de filosofías, etc.)
“A cualquiera,
pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante
de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los
hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos. No
penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz,
sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su
padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos
del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es
digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que
no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su vida,
la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará.” (Mateo
10:32-39).
Confesar al Señor, amarlo a Él,
perder la vida vivida en mis propios términos, para vivirla en sus términos, es
el sello de los que son discípulos de Cristo, ajenos a la manipulación de los falsos
profetas y maestros fraudulentos de quienes nos advertirá el propio Señor hacia el
final de su sermón, y de quienes nos advierten más ampliamente sus apóstoles en
las epístolas.
Si te has reconocido pobre en espíritu delante de Dios y has acudido al Señor
Jesús con humildad, la Escritura declara que nuestro mensaje es: “para la
obediencia a la fe en todas las naciones por amor de su nombre; ..., llamados
a ser de Jesucristo” (Ro. 1:5-6)
En el resto del Sermón del monte veremos
entonces cómo se manifiesta la comunión con el Padre a través de la vida
obediente que nace de un corazón reconciliado con su Creador, en el cual, Él ha
prometido poner su Espíritu (ver Juan 3:3-11; Hebreos 8:10) conforme al Nuevo Pacto,
de gracia.
Amén.
N.M.G.
Comentarios
Publicar un comentario