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La Predicación de Jesucristo a los que creen (I)

 



“Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba, diciendo:

Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.

Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.

Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres.

Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”

 Introducción

En los capítulos 5 al 7 del evangelio de Mateo encontramos el llamado Sermón del Monte, donde el Señor Jesús comienza con las bienaventuranzas del reino de los cielos y sus promesas. También presenta las características de quienes son parte de ese reino, seguidos del desprecio por parte de la sociedad en la cual su mensaje no habría de ser bien recibido.

Luego, la luz y la sal del mundo está en estas personas menospreciadas que han de vivir a la luz del Rey de este reino de los cielos instaurado por él en persona. El Señor dijo: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8:12). Y respecto de quienes siguen a la Luz del mundo se nos dice: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe.” (Hebreos 13:7). Son las palabras de Jesús las que deben forjar la conducta de quienes transmiten la doctrina del Señor, por ello, no se puede ser luz ni sal sin una conducta que manifieste a los hijos de la luz. Así leemos: “Mas vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón. Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas. Por tanto, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios.” (1 Tesalonicenses 5:4-6).

Hay un llamado y una responsabilidad para los que reciben esta predicación del Señor. Hay un reino celestial con sus bendiciones y promesas, pero todos los que vienen a ser parte de este reino han de ser luz y sal, o de lo contrario “no entrarán en el reino de los cielos” (ver Mateo 7:21). Ser sal y luz es como la fe y la obediencia, no son opcionales, son parte de la verdadera vida del Espíritu de Cristo manifestándose en los hijos e hijas de Dios.

Por eso, el resto del sermón nos conduce a través de mandamientos que han de ser cumplidos por aquellos que sean luz y sal, y que, al vivir de acuerdo a esos mandamientos, darán cumplimiento a las siguientes palabras del Señor al comenzar su predicación: “Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.” (Mateo 5:14-16).

Antes de seguir, es importante que aclaremos qué son “vuestras buenas obras”. Quisiera que consideremos por ejemplo lo que dice el apóstol Juan sobre la actividad religiosa de personas que, ya en aquellos días predicaban en relación a Dios, y sin embargo leemos lo siguiente: “Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le digáis: ¡Bienvenido! Porque el que le dice: ¡Bienvenido! participa en sus malas obras.” (2 Juan 1:10-11)

Vemos que no todo lo que tiene apariencia de buena obra lo es. La doctrina que predicamos es fundamental. La religiosidad y el moralismo pueden ser una mera vestidura externa, pero lo que Dios busca son corazones convertidos en “verdaderos adoradores”, “en espíritu y en verdad” (Juan 4:23). Y esta adoración genuina, va más allá de ritos y prácticas religiosas y obras de caridad. De hecho, el Señor dijo a los religiosos de sus días: “Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación.” (Lucas 16:15).

Dios conoce nuestros corazones.

La doctrina del Señor comienza por la necesidad que tenemos de limpiar “lo de dentro del vaso” (Mt. 23:26). Las apariencias de religiosidad, no tienen ningún valor para aquel que “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). Por esta razón, hallaremos que en su Sermón, el Señor hace hincapié, una y otra vez, en el corazón de la persona. Así leemos: “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda.” (Mt. 5:23-24). “Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.” (Mt. 5:28). “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.” (Mt.6:19-21) “¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano.” (Mt. 7:5).

 

El rey David en el Salmos 51 declaró: “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, Y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría.” (v. 6). Dios ama al adorador que abraza la verdad de Cristo en su interior. No meramente la religión de formas y ritos, de mandamientos y tradiciones de hombres, Dios ama a los que se reconocen pobres en espíritu, los que lloran por su pecado, los que tienen hambre y sed de justicia, los mansos, los pacificadores, los que aman la justicia del Hijo de Dios. De estos es el reino de los cielos, a estos les será dado el consuelo, la herencia, la honra y la comunión del Rey y Señor de los cielos y la tierra.  

Por lo tanto, cualquier intento por exaltar al ego revestido de religiosidad, será una obra perversa, propia del corazón que la Escritura denuncia: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras.” (Jeremías 17:9-10).

Para perplejidad de muchos, en medio del mundo religioso con sus muchos grupos más o menos poderosos y reconocidos, se repiten las mismas realidades que ya en sus días denunció el Señor Jesucristo con respecto a los escribas y fariseos (gente que creía en Dios y tomaba la autoridad para la interpretación y observancia de las Sagradas Escrituras).

Es precisamente contra las malas obras del mundo religioso y moralista que el Señor se levantó. Así le oímos decir: “No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí me aborrece, porque yo testifico de él, que sus obras son malas.” (Juan 7:7).

¿Contra quienes testificó el Señor?

Veamos algunos pasajes para responder. El ya citado: “Vosotros (fariseos) sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación.” (Lucas 16:15).

“Le preguntaron, pues, los fariseos y los escribas: ¿Por qué tus discípulos no andan conforme a la tradición de los ancianos, sino que comen pan con manos inmundas? Respondiendo él, les dijo: Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito:

Este pueblo de labios me honra,

Mas su corazón está lejos de mí.

Pues en vano me honran,

Enseñando como doctrinas mandamientos de hombres.

Porque dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres: los lavamientos de los jarros y de los vasos de beber; y hacéis otras muchas cosas semejantes. Les decía también: Bien invalidáis el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición.” (Marcos 7:5-9).

“Y aconteció que estando él sentado a la mesa en la casa, he aquí que muchos publicanos y pecadores, que habían venido, se sentaron juntamente a la mesa con Jesús y sus discípulos. Cuando vieron esto los fariseos, dijeron a los discípulos: ¿Por qué come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores? Al oír esto Jesús, les dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento.” (Mateo 9:10-13)

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.” (Mateo 23:27).

Es esta clase de confrontación entre un Dios que ama la verdad y aborrece a los que se oponen a ella con pretextos, lo que desde el principio se prefiguró en la relación de Caín y Abel hacia el mismo Dios a quien fueron a honrar. Ambos fueron a Él con sus ofrendas, pero se nos dice que: “… Caín, que era del maligno (y) mató a su hermano. ¿Y por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas.” (1 Juan 3:12).

¿Por qué mataron a Jesús los religiosos de sus días? Porque las obras de ellos eran malas. Sin embargo, a los ojos de la gente ellos eran pulcros religiosos, celosos de la tradición. ¿Cuáles eran entonces las cosas que el Señor sacaba a la luz de esas personas que se tenían por devotos de Dios? El problema estaba oculto a la vista de la gente, vivía dentro de sus corazones, ellos no fueron capaces de reconocer su avaricia e hipocresía, orgullo y arrogancia religiosa, ante las denuncias del Señor, que eran conforme a las Escrituras que ellos mismos decían observar de acuerdo a la tradición. Así oímos al Señor: “Jesús les respondió y dijo: Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió. El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta. El que habla por su propia cuenta, su propia gloria busca; pero el que busca la gloria del que le envió, este es verdadero, y no hay en él injusticia. ¿No os dio Moisés la ley, y ninguno de vosotros cumple la ley? ¿Por qué procuráis matarme?” (Juan7:15-19).

La doctrina del Señor es el alimento y fundamento de la fe de los verdaderos cristianos. Podremos hallar muchos que se llamen “cristianos”, pero siempre encontraremos que se distinguen por medio de alguna otra denominación que da cuenta de que su doctrina no es la pura y directa palabra que hallamos en las Escrituras, donde tenemos las palabras de Cristo y sus apóstoles escogidos, sino diversas interpretaciones, tradiciones, dogmas y nuevas revelaciones de ciertos profetas, que han forjado desde diversas sectas hasta las grandes instituciones religiosas como el catolicismo romano o el anglicanismo.

Por causa de la justicia

Pero el llamado del Señor es a ser bienaventurados por padecer persecución por causa de la justicia”, la justicia que es por Su causa y ningún otro (leer 1 Cor. 1:10-31). Una justicia que se opone a la hipocresía de los moralistas y todas las mentiras y engaños de las falsas enseñanzas y pretensiones humanistas que “detienen con injusticia la verdad” (Ro. 1:16-25). Es el mensaje de la cruz del Señor (donde hallamos la justicia de Dios: ver Romanos cap. 3 y 1 Cor. 1) como única obra que salva (Tito 3:5). Es este evangelio auténtico el que se opone a todo el mundo religioso y secular que siempre ha perseguido a los profetas enviados por Dios: “Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.” (Marcos 16:15-16).

El “consumado es” (Jn. 10:30) que oímos al Señor proclamar desde la cruz, es el anuncio de que las puertas del reino de los cielos fueron abiertas bajo está premisa: “al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia. Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, Y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado.” (Romanos 4:4-8).

En este punto, estamos tomando partido por la causa de Cristo a favor de los pecadores que confiesan su nombre y se postran ante Él. Señalando este Sermón como la separación ineludible entre la luz y las tinieblas, de modo que su autoridad nos llama a hacer una elección respecto a quién hemos de confesar, al Señor como único digno de nuestra más alta fidelidad y amor, o al resto de personas que compiten por obtener adeptos (sean prosélitos religiosos, sean seguidores de filosofías, etc.)

“A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos. No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará.” (Mateo 10:32-39).

  

Confesar al Señor, amarlo a Él, perder la vida vivida en mis propios términos, para vivirla en sus términos, es el sello de los que son discípulos de Cristo, ajenos a la manipulación de los falsos profetas y maestros fraudulentos de quienes nos advertirá el propio Señor hacia el final de su sermón, y de quienes nos advierten más ampliamente sus apóstoles en las epístolas.

Si te has reconocido pobre en espíritu delante de Dios y has acudido al Señor Jesús con humildad, la Escritura declara que nuestro mensaje es: “para la obediencia a la fe en todas las naciones por amor de su nombre; ..., llamados a ser de Jesucristo (Ro. 1:5-6)

En el resto del Sermón del monte veremos entonces cómo se manifiesta la comunión con el Padre a través de la vida obediente que nace de un corazón reconciliado con su Creador, en el cual, Él ha prometido poner su Espíritu (ver Juan 3:3-11; Hebreos 8:10) conforme al Nuevo Pacto, de gracia.

Amén.

N.M.G.

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