“Busca la sabiduría como si fuera plata,
como si fuera
un tesoro escondido.
Entonces aprenderás a respetar al SEÑOR,
y sabrás lo que
es conocer a Dios.
Porque el SEÑOR es el que da la sabiduría;
el conocimiento
y la ciencia brotan de sus labios.”
(Proverbios 2:4-6 PDT)
“Por
lo cual también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por
vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda
sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis
como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena
obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses 1:9-11)
Mi deseo, interés
y objetivo es poder exponer la Biblia para que conozcas el testimonio de
Cristo, no para simplemente darte información, sino para que puedas conocer al
Señor Jesús, que está en los cielos, y de donde, asimismo volverá. De nada
serviría que conozcas cosas sobre Jesús si no llegas a internalizar su
testimonio, de modo que sus enseñanzas se vuelvan una realidad en tu vida, y
así tu alma comience a ser transformada y tu mente moldeada, por la verdad que
estarás conociendo.
La experiencia nos muestra que todo tiene un tiempo de desarrollo. Crecer
en el conocimiento requiere tiempo y constancia. Ningún creyente permanece sin cambios;
su manera de juzgar, su comprensión, su comportamiento, sus sentimientos, sus
objetivos, todo va siendo transformado. Si esto no sucede, la fe que la persona
ha abrazado sería como una planta de plástico, que no sufre ninguna
modificación. Pero la fe verdadera afecta nuestra existencia, “somos
transformados” escribe el apóstol Pablo, y esa transformación, si ha de ser
genuinamente espiritual, viene por la contemplación de Jesucristo. “Porque el
Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Por
tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria
del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por
el Espíritu del Señor.” (2 Corintios 3:17-18).
En la medida que uno mira la gloria del Señor, esa visión que recibimos nos
lleva por un camino de transformación “de gloria en gloria”. O sea que,
comenzamos conociendo a Jesús, y continuamos conociéndolo para que, en la
medida que le conocemos más, el mayor amor que nace hacia su persona, nos lleve
a una mayor gloria, donde “Cristo es el
todo, y en todos” (Colosenses 3:11), y donde todo lo que hacemos, pensamos,
hablamos y pedimos, es para gloria de Dios.
Sé que para una persona común, estas palabras suenan o bien a fanatismo
religioso, o a idealización espiritual. No obstante, la verdad es que hay una
vida que proviene del Espíritu de Dios, que nos permite atesorar a Cristo cada
día, de modo que, aunque vivimos vidas ordinarias, nuestros pensamientos, deseos
y esperanzas están conectados con una realidad sobrenatural. ¿Acaso no fue esa
la experiencia de los mismísimos apóstoles de Jesús? Hombres ordinarios, que
nunca tuvieron el reconocimiento de las elites culturales y sociales, caminaron
junto a un Hombre cuya identidad se encontraba velada para la mayoría. Sin
embargo, fue la extraordinaria vida, enseñanza y poder de ese Hombre, la que
llevó a esos campesinos “sin letras y del vulgo” (Hechos 4:13) a anunciar a “Jesucristo
como Señor” (2 Corintios 4:5) y ser así mensajeros del Evangelio que cambió el
mundo para siempre.
Si usted tiene cierto conocimiento bíblico, sabrá que los discípulos de
Cristo, inicialmente todos fracasaron. Cuando la hora de la prueba llegó,
ninguno de ellos estuvo a la altura de las circunstancias, y Jesús, el Señor,
enfrentó la cruz totalmente solo. Sin embargo, el triunfo de Cristo, hizo que, después
de su resurrección, los temerosos discípulos se convirtieran en testigos indeclinables
de lo que vieron y oyeron, respecto de la muerte, resurrección y ascensión de
Jesús, el unigénito Hijo de Dios.
Cuando el Espíritu Santo descendió en Pentecostés, el poder de Dios llevó a
aquel grupo de atemorizados discípulos que habían fracasado al dejar solo a su
Rabí, a ser los propulsores del glorioso mensaje de Cristo, de tal manera que
no hubo amenazas, látigo, encarcelamiento ni muerte que los haya podido
disuadir de dar su vida por causa de la verdad que los había tomado desde fuera
y por dentro.
La experiencia que tuvieron aquellos primeros discípulos de Cristo, es la
que tiene todo cristiano. Comenzamos conociendo la fama general de Jesús, un
hombre bueno, un gran maestro, un santo, un profeta. Pero eso no nos transforma.
Existieron otros hombres buenos, grandes
maestros, santos y profetas. No es esta clase de hombres las que convierten un
alma apática en un ser que ama a Jesús como su Eterno Salvador. El Jesús que llegamos
a conocer nos lleva a confesar su Nombre a otros como Señor y Salvador, este es
el Jesús que es mucho más que un hombre. El único en quien hay inmortalidad, el
único capaz de salvar a cada pecador sobre este mundo y rescatar cada alma de
la condenación. Acá hay un abismo que cruzamos que ninguno puede pasar sin que
el Espíritu Santo le revele “el pecado, justicia y juicio” (Juan 16:8) implicados
en el testimonio completo del evangelio de Cristo.
En el camino de la fe, comenzamos creyendo en la veracidad del testimonio
de la Biblia, para llegar a poner nuestra confianza e interés en la verdad que
hallamos en ese testimonio. Sólo cuando confiamos en las verdades de la Biblia
y las promesas del Señor Jesús, podemos avanzar en pos de ellas, afirmarnos en
esa esperanza y descansar verdaderamente en ese conocimiento. Comenzamos
creyendo a la Palabra, para llegar a tener la fe que se aferra a Jesucristo.
Ese es el “por fe y para fe” al que
se refiere el apóstol Pablo en Romanos 1:17.
De creer en el testimonio, pasamos a creer en Aquel a quien el testimonio
señala; “puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (Hebreos
12:2). Y ese es solo el comienzo. Porque, cuando recibimos el testimonio y
confesamos que Jesús es el Señor, y que Dios lo levantó de los muertos,
entonces, y sólo entonces, comenzamos a tomar conciencia de que nuestra vida se
dirige al encuentro con Él. Y no sólo lo habremos conocido, y le conocemos
ahora con una convicción que proviene del Espíritu mismo, sino que vamos al día
en que “le veremos tal como él es” (1 Juan
3:2). Y en aquel día, la enseñanza de las Escrituras es que el Señor juzgará
nuestra vida, “y cada uno recibirá su alabanza
de Dios” (1 Corintios 4:5). En igual sentido oímos sus palabras en
Apocalipsis 2:23 “yo soy el que escudriña
la mente y el corazón; y os daré a cada uno según vuestras obras.”
Es a este punto al que la madurez espiritual apunta. Prepararnos para venir
al encuentro de nuestro Dios. La madurez cristiana es llegar a ser como
Abraham, quien fue llamado “amigo de Dios”. ¿No es este acaso el deseo de un
alma redimida? “Ustedes son mis amigos
si hacen lo que yo les mando.” (Juan 15:14).
Experimentar la fe es ser conscientes del poder de Dios. Es ver su obra en
el mundo, desde la creación del universo, hasta la consumación de sus promesas
en la eternidad venidera. Cuando vemos al Señor sosteniendo todas las cosas (Hebreos 1:13) realmente vamos a
disfrutar de esa gloriosa verdad revelada en las Escrituras. Realmente nuestro
corazón amará a Jesús, más que “a padre o madre… a hijo o hija” (Mateo 10:37). Y
llegará a decir con el salmista: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y
fuera de ti nada deseo en la tierra.” (Salmos 73:5).
Este amor no es sentimentalismo. Es la clase de amor que honra y obedece,
que es fiel y permanece sirviendo al amado. Es un amor que atesora y admira a
la persona amada. Es amor por la verdad, amor verdadero, amor de Dios por su Hijo.
Comenzamos conociendo el testimonio de Jesús para llegar a confiar en
Jesús. Y esa confianza nos lleva a descansar en su obra de salvación, de modo
que, todo lo que hacemos ahora, esté dedicado a vivir una vida que le agrade,
porque Él es nuestro Señor, y el que asimismo “ha de juzgar a los vivos y a los
muertos, en su manifestación y en su reino” (2 Timoteo 4:1).
Sólo quienes tengan presentes las palabras de Jesús en el llamado “sermón
del monte” (Mateo 5 al 7), y crean realmente que habrá un día en que todos
compareceremos ante el tribunal de Cristo, vivirán vidas signadas por el “temor
de Dios” (Proverbios 2:5).
No es necesario seguir escribiendo, si este mensaje encuentra cabida en tu
corazón, buscarás conocer la Biblia con la misma seriedad y esfuerzo de quien
comienza a cavar un terreno en el que cree que existe un gran tesoro. En Cristo
hay mucho más que un tesoro, en palabras bíblicas puedo decir que “todo cuanto se puede desear, no es de compararse
con” él (Proverbios 8:11).
Dios te bendiga.
N.M.G.
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