»No hay nada más engañoso que el corazón; no tiene remedio. ¿Quién lo entiende?
Yo, el
SEÑOR, que examino los pensamientos y escudriño las intenciones del corazón; para
darle su merecido a cada uno, la cosecha de las acciones que sembró». (Jeremías 17:9-10)
“Porque
el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra
para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna.” (Gálatas 6:8)
Escribo por la necesidad de compartir algo de suprema
importancia. Nada importa más para cada uno de nosotros que su propia alma. Vos
y yo somos más que seres vivos. Somos seres con una conciencia y un sentido del
destino. Pero además estamos en un mundo de relaciones, de ambiciones y luchas,
de logros y problemas, justicia e injusticias, bondad y pecado, salud y enfermedad, religión y muerte.
El trabajo de salir de nuestra inercia intelectual y apatía
espiritual es difícil, muy difícil. Y te lo voy a explicar un poco con palabras
prestadas. Escuchá lo que escribió un sabio predicador a mediados del siglo pasado:
“La influencia del pecado es enorme y yo lo
detesto y lo denuncio especialmente por la manera en que insulta al hombre y
degrada todas sus capacidades, especialmente las superiores. Cuando los hombres
creían en Dios, sus actividades los ennoblecían y los elevaban. Con el deseo de
desarrollar sus mentes, leían los mejores libros que podían encontrar y sus
temas de conversación incluían la teología, la política y otros asuntos que
requerían el ejercicio de la inteligencia. Al decir esto me refiero no sólo a
ciertas clases sociales o a los habitantes de las ciudades, sino a la población
en general, tanto de la ciudad como del campo. ¿Hay algo más trágico que
comparar y contrastar al hombre medio de hace, digamos, cincuenta años con el
hombre medio de hoy?
El hombre moderno
vive de periódicos y revistas, repite los puntos de vista de otros sin pensar
por sí mismo y pasa su tiempo escuchando la radio o sentado en el cine (hoy
serían programas y series de TV y redes
sociales). En sus charlas y debates le interesan más que nada el deporte y el
juego. Incluso su interés por la política se ha degenerado, y el hombre se ha
vuelto tan apático que se ha dejado gobernar por los políticos más aburridos y
abúlicos que este país haya tenido jamás. De hecho, se puede decir que la
actitud de pereza y de amor por lo fácil y placentero de la mayor parte de
nuestro pueblo ha tenido una influencia directa en la guerra actual (SGM). ... Tanto
intelectual como moralmente hemos presenciado un triste declive que es la
invariable consecuencia de honrar y dar culto a “las criaturas más que el
Creador, el cual es bendito por los siglos” (La Deplorable Condición del Hombre
y el Poder de Dios, pp. 67-68 de Dr. Martyn Lloyd Jones).
Si podes aceptar la realidad de estas palabras que Lloyd
Jones escribió, quien a su vez consideraba lo escrito por el propio apóstol Pablo,
en el primer siglo de nuestra era, si podes reconocer que el verdadero problema
está en cada uno de nosotros, y que si no lo enfrentamos, si no enfrentamos las
fuerzas que nos rodean llenas de argumentos y altivez que se revela contra el
conocimiento de Dios, si no enfrentamos nuestro pecado, esto es, nuestra
natural inclinación a huir y darle la espalda a las palabras de Dios, y mentirnos a nosotros mismos acerca de la
verdad sobre nuestro corazón; si no estamos dispuestos a responder con humildad
y mansedumbre al llamado de Cristo en el evangelio, entonces, amigo, estarás
siendo vencido por tu propia cobardía de
no querer enfrentar la verdad.
Pero espero que sigas leyendo, y no te hundas en la opinión
de la mayoría, ajena a las preciosas palabras de la sabiduría de Dios en Cristo.
Espero que seas valiente y te esfuerces por entender este llamado, a permanecer
conscientemente decidido a recibir el consejo de Dios, que todos los que hemos
creído a las palabras de Jesucristo, estamos persuadidos de que es la mayor
bendición que un hombre o una mujer pueden recibir en esta vida, ya que, como
está escrito: “todo lo que se puede
desear no es de compararse con ella” (Proverbios 3:15 y 8:11).
Estamos viviendo en un tiempo cargado de cosas, cargados
de influencias externas que nos llenan de ocupaciones, deseos, metas ajenas,
ideas de otros, ideologías, modas y un sinfín de formas de alejarnos de la
verdad. Y cuando digo “la verdad”, me refiero a lo más esencial, la verdad
acerca de nosotros mismos. Quién soy yo. Este “quien” surge de una distinción.
Sólo cuando existen varias identidades tienen sentido las preguntas “¿Quién es
él?, ¿Quién es aquel? Nos identificamos en relación a lo que somos con otros.
Soy el hijo de, el padre de, el marido de, el hermano de, el amigo de, el empleado
de… Es la relación con un “otro” lo que nos define. Así como dependemos para
nacer de otras personas, dependemos para vivir y tener sentido en la vida, de
otras personas que “llenan mi vida”.
Respondemos la pregunta sobre si alguien es una buena
persona, al considerar su relación con sus prójimos. Un buen padre, un buen
hijo, un buen jefe, una buena esposa, siempre lo son como resultado de su
interacción con otros. Pero ninguno de nosotros es sólo un hijo, o padre, o
empleado, o empresaria, etc. Pero todos reconocemos que son esas relaciones las
que hacen el quién somos. El problema surge cuando no podemos responder quién
es Dios y quiénes somos nosotros. Quién es Dios y quién soy yo. Quién soy
delante del que me dio un cuerpo y la vida en este mundo.
Es acá donde comienza el llamado en serio. El llamado que
va más allá de la superficie que se suele maquillar con buenos preceptos morales
para lograr una conducta aceptable e incluso una correcta práctica religiosa.
Necesitamos entender la diferencia bíblica entre ser
definido por tus acciones y ser definido por tu relación con Dios.
La mayoría de nosotros considera sus buenas acciones y
logros como fuente de su importancia y valor. La aceptación y buena opinión de
los demás es la balanza en la que nuestro orgullo es construido y afirmado. Y
en ese mundo están en un extremo las personas nobles y trabajadoras de nuestra
sociedad, y los perversos y delincuentes por el otro. Esta es una verdad obvia,
cuando juzgamos a una persona, consideramos su conducta, y la valoramos en
función de ella. Amamos a los que nos aman, y despreciamos a los que nos
perjudican. Esto es parte del sentido innato de justicia que todos tenemos.
Pero es aquí donde se presenta la evidencia de nuestro problema. Porque, si
nosotros valoramos a otros por lo que hacen, y despreciamos a los que son
injustos, mentirosos, perversos, desleales, etc., entendemos entonces “el juicio de Dios” del que habla el
apóstol Pablo en el comienzo de su carta a los Romanos (1:32), o sea, podemos
reconocer en qué se basa la aprobación o desaprobación de Dios respecto de cada
ser humano.
Esta capacidad para entender nos hace responsables. Muchos
eligen negar a Dios para mantener su orgullo intacto. Mientras el Dios que
juzga los secretos de los hombres y conoce sus intenciones, y puso al humilde y
sencillo Maestro de Nazaret como ejemplo de virtud y parámetro de rectitud, no
entre en el mundo interior de una persona, el ser humano puede continuar
viviendo en su mundo ilusorio, un mundo en el que él es quien él cree que es, y
no en el mundo real y verdadero en el que cada uno es quien Dios nos revela y
nos ha revelado a través de “la palabra de verdad” que hallamos en las Sagradas
Escrituras.
En la Escritura bíblica se nos confronta con una dolorosa
verdad: somos enemigos de Dios por naturaleza. Aquí hay cierta complejidad.
Porque por un lado, aunque decimos que somos enemigos de Dios “separados de él
por sus malos pensamientos y acciones” (Colosenses 1:21 NTV), por el otro también
vemos un deseo de aquello que no hallamos en las cosas de este mundo, aquello
que apunta a la eternidad, lo sublime, lo excelso e inmarchitable, la necesidad
de admirar, apreciar, disfrutar y amar en plenitud, todo lo cual se halla sólo en Dios.
Esta dolorosa verdad es como cuando a una persona se le
diagnostica una enfermedad mortal. Está en nosotros. Son mis pensamientos, mis
deseos, mis debilidades, mis malas inclinaciones. Están en mí, y, a los ojos
del Dios que lo ve todo, me hacen estar tan desaprobado y rechazado como un
malvado delincuente al que la justicia terrenal condena por sus malas acciones.
Este es el juicio de Dios respecto de todo ser humano que
el mundo académico, los grandes pensadores, filósofos y religiosos, y personas
de buena reputación se rehúsan a enfrentar. Esto es a lo que apunta el apóstol
Pablo en la introducción de su carta a los Romanos que tenemos de referencia,
cuando escribió “en el evangelio la
justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo
por la fe vivirá. Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda
impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad”
(Romanos 1:17-18).
¿Qué
verdad detienen los hombres? La
verdad sobre la justicia de Dios, la salvación por la fe que no tiene en cuenta
la conducta de las personas para salvación, y la ira de Dios que ve a todo ser
humano como pecador, esto es, un enemigo, rebelde e ingrato que necesita
arrepentirse para recibir el amor de la verdad para ser salvo.
Sé que este lenguaje suena fuerte. Pero necesitamos saber quiénes somos. Y
según la Biblia hay dos clases de personas, los que permanecen siendo enemigos
de Dios y los que reciben su reconciliación. No podemos ampliar acá, pero la Biblia nos muestra este patrón
desde el principio hasta el fin.
La pregunta más importante en la vida que una persona necesita
responderse es: ¿Quién soy delante de
Dios? ¿Un enemigo o un amigo?
Para ser enemigos de Dios, simplemente debemos continuar
nuestro camino, ensimismados, alimentando el ego y los razonamientos que niegan
su existencia o la veracidad del testimonio bíblico, engañándonos a nosotros
mismos pensando que somos buenos y que la muerte no traerá tras de sí ningún
juicio que destruya nuestras falsas pretensiones.
Para ser amigo de Dios, necesitamos la reconciliación, la
cual sólo es posible a través de nuestro reconocimiento de su Hijo, Jesucristo.
Ante Él es ante quien todos somos deudores. Porque Él es el que por su muerte
vino a “justifica(r) al impío” (Romanos 4:5). La enseñanza clara de la
Escritura es que, delante de Dios, ante quien es mucho más importante recibir aprobación
que de los hombres, nuestro valor en términos de bueno o malo, justo o injusto,
no se basa en nuestros logros, cualidades personales, virtudes y conducta, sino
en nuestra respuesta hacia el Único en quien Dios se complace. Prestá especial
atención a las palabras de Dios mismo: “Este
es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia” (Mateo 3:17, 17:5).
En la historia de la humanidad que Dios creó, al final de
“este siglo” como lo llama la Escritura, quién
es cada uno, se definirá en relación a quién pertenece.
Quienes pertenecen a Dios, son definidos por su respuesta
al Creador. El relato de la Biblia nos muestra los hombres y mujeres que buscaron
a Dios y los que lo rechazaron. Los que adoraron al Dios verdadero y los que
buscaron falsos dioses en quienes reflejar sus ideas personales. Los que
recibieron al Mesías prometido y quienes lo rechazaron.
En esta vida
prestada, los hombres y mujeres pueden elegir
“detener con injusticia la verdad” (Ro. 1:18) y tratar de reivindicar su
estatus, capacidad, importancia, libertad, originalidad, locura, filosofías y
creencias, o lo que más les plazca. Pero al final, la mentira y la falsedad
será todo lo que quede, porque vivieron de ilusiones, la ilusión de creer que
la opinión y reconocimiento de los hombres, que el amor y la aprobación propia
y de los demás, tenía más sustancia que la verdad última proclamada por Dios
mismo, quien “sustenta todas las cosas con la palabra de su poder” (Hebreos
1:3).
Para todos los que entienden que no hay más que un Nombre
dado a los hombres en el que podemos recibir perdón de pecados para salvación,
y un reino de gracia y vida eterna de la mano de Cristo, la reconciliación con
Dios nos convierte en un nuevo “quién” a los ojos del Creador: hijos e hijas del Altísimo. Así escribió
el apóstol Juan en su primera carta: “¡Mirad
qué amor tan inmenso el del Padre, que nos proclama y nos hace ser hijos suyos!
Si el mundo nos ignora, es porque no conoce a Dios.” (1 Jn. 3:1)
“Así que hemos dejado de evaluar a otros desde el punto
de vista humano. En un tiempo, pensábamos de Cristo solo desde un punto de
vista humano. ¡Qué tan diferente lo conocemos ahora! Esto significa que todo el
que pertenece a Cristo se ha convertido en una persona nueva. La vida antigua
ha pasado; ¡una nueva vida ha comenzado! Y todo esto es un regalo de Dios,
quien nos trajo de vuelta a sí mismo por medio de Cristo. Y Dios nos ha dado la
tarea de reconciliar a la gente con él. Pues Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo
mismo, no tomando más en cuenta el pecado de la gente. Y nos dio a nosotros
este maravilloso mensaje de reconciliación. Así que somos embajadores de
Cristo; Dios hace su llamado por medio de nosotros. Hablamos en nombre de
Cristo cuando les rogamos: «¡Vuelvan a Dios!». Pues Dios hizo que Cristo, quien
nunca pecó, fuera la ofrenda por nuestro pecado, para que nosotros pudiéramos
estar en una relación correcta con Dios por medio de Cristo. ” (2 Corintios
5:16-21 NTV)
El planteo del evangelio supone algo más que el problema
de personas que pecan o no creen en Dios, supone el problema de personas que
aún no saben quiénes son realmente delante de Dios.
Espero que al leer estas líneas hayas al menos comenzado
a ver la trascendencia de este mensaje bendito que predicamos al anunciar el
amor de Dios en Cristo para salvación de todo aquel que pone su confianza en Él.
Dios te bendiga.
N.M.G.
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