Anoche
mientras continuaba mi lectura del libro de Erich Sauer, “En la Palestra de la
Fe”, un pasaje me hizo detener la lectura. “Ustedes son los que han colocado
aquí a Cristo, en este sufrimiento indecible. No hay que mirar alrededor buscando:
ustedes mismos son”.
Es difícil
admitir que uno es parte de los que pusieron a Cristo en la cruz. Pero es
totalmente cierto. “Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo
recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1
Corintios 15:3). La causa de que Cristo diera su vida en la cruz, no fue que el
Padre lo envió, su nacimiento fue el medio para salvarnos, porque Dios es la
causa de la gracia y del perdón. Pero la causa, la causa de que Cristo
tuviera que morir, no es otra que el pecado que está en cada uno de estos vasos
precarios que habitamos quienes “éramos por naturaleza hijos de ira, lo
mismo que los demás” (Efesios 2:3).
Detestamos
ser confrontados con nuestras responsabilidades. Odiamos que se nos señalen
nuestros defectos. Escondemos nuestras fallas morales de toda exposición. El pecado
que está en nosotros nos avergüenza. Pero por más que intentemos negar nuestra
responsabilidad, tapemos nuestros defectos y ocultemos nuestras bajezas, Dios
nos ve tal como somos. Y no envió a Cristo al mundo a condenarnos por nuestra egoísta
y vana manera de vivir, sino a dar su vida en rescate por los pecadores.
Todo
el que viene a la luz de esta verdad, y confiesa lo que es, delante de Dios, es
alcanzado por la gracia del perdón del Creador. Pero hasta que una persona no
reconoce que la muerte de Cristo en deshonra e ignominia, fue causada por
nuestros propios pecados, no hay ofensa confesada, y sin el reconocimiento de nuestras
deudas, ¿cómo puede efectivizarse el perdón?
Es lógico,
es simple, pero tremendamente humillante para nuestro ego, porque en la crucifixión,
el que quedó desnudo, abandonado, torturado y cruelmente ejecutado, estaba
exponiendo públicamente la maldad del hombre, la ceguera de toda una raza de
seres humanos y la atroz injusticia de la gente que lo traicionó, lo acusó falsamente
y lo entregó sin razón. Y entre esas personas, seguiremos estando cada uno de
nosotros hasta que, como el malhechor junto al Señor reconozcamos: “Nosotros,
a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros
hechos; mas éste ningún mal hizo.” (Lucas 23:42). Y la Escritura apostólica
declara: “no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos
de la gloria de Dios” (Romanos 3:23) y, “la paga del pecado es muerte,
pero el regalo de Dios es vida eterna en Cristo Jesús” (Romanos 6:23).
La respuesta
debida al sacrificio hecho por el Señor, es nuestra humillación, es decir, reconocer
lo que somos y recibir con inmensa gratitud el inmerecido e invaluable perdón
de Dios. Por eso, para que respondamos a través de la Escritura la pregunta que
abrió este tema, dejo el final del capitulo 53 de la profecía que dio Isaías en
su libro, unos siete siglos antes del nacimiento de Jesús (agregué negritas para
resaltar la reflexión).
“Todos
nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas
Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado
él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como
oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca. Por cárcel
y por juicio fue quitado; y su generación, ¿quién la contará? Porque fue
cortado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión de mi pueblo
fue herido. Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en
su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca. Con todo eso,
Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su
vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la
voluntad de Jehová será en su mano prosperada. Verá el fruto de la aflicción de
su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento justificará mi siervo
justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos. Por tanto, yo le daré
parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó
su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él
llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores.” (Isaías
53:6-12).
Amigo, acercarse a esta verdad es como acercarse al sol, aniquila nuestro orgullo y nuestras pretensiones morales. Pero permite que la verdad salga a la luz, y podamos ver lo que implica que seamos nosotros los que pusimos a Jesús en la cruz, porque sólo así podremos apreciar y comprender qué significa su amor por las ovejas perdidas por las que él mismo dijo que daba su vida.
Nuestros pecados son incontables, pero el amor de Dios fue mayor que todos nuestros pecados y rebeliones. Su fidelidad, perfecta. Su gracia, invencible. Su justicia, hecha nuestra por fe. Su gloria, abierta a todas las almas que desean ser redimidas de este cuerpo miserable donde mora el pecado y la corrupción.
Que
la gratitud de un alma redimida sea una realidad tal, que llene de gozo tu vida,
cualesquiera que sean tus circunstancias.
Amén.
N.M.G.
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