“para que, si me retraso, sepas cómo deben comportarse las personas en la familia de Dios. Esta es la iglesia del Dios viviente, columna y fundamento de la verdad.” (1 Timoteo 3:15 - NTV)
“Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Jesús le dijo: —Simón, hijo de Jonás, qué afortunado eres porque no fue un ser humano el que te lo reveló, sino mi Padre que está en el cielo. También te digo que tú eres Pedro, y construiré mi iglesia sobre esta roca. Las fuerzas de la muerte no la derrotarán.” (Mateo 16:17-18)
“Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si mi
reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera
entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Le dijo entonces Pilato:
¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he
nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo
aquel que es de la verdad, oye mi voz.” (Juan 18:36-37).
En mi vida como cristiano, o sea, ese lado de mi existencia en el que vivo en un reino que no es de este mundo, y tengo un Rey que la gran mayoría de este mundo no considera, la iglesia es una parte vital de mi vida de fe. Lo que hago por aquellos que forman el Cuerpo de Cristo en la tierra, y lo que ellos son para mí, es la sustancia de la realidad de esa vida de fe. O sea, sin hermanos a quienes servir y amar, sería un expatriado, un huérfano, una persona sin hogar. Porque, la patria, la familia, y el hogar, espirituales, no se pueden fabricar humanamente. No hay redes sociales, ni libros, ni clubes sociales, ni sustituto alguno para la vida real de seres humanos de carne y hueso, con defectos y virtudes, con debilidades y fortalezas, con fallas de carácter, con errores, con necesidades, con vidas reales, en las que Cristo se hizo presente, vidas en las que, el reino de los cielos ha amanecido, y los pequeños rescatados de las garras del padre de mentira comienzan a alabar el Nombre del Eterno Soberano que vino una vez al mundo para rescatar a un pueblo propio, celoso de la fidelidad a Cristo. Aquí comienza el verdadero discipulado de Cristo.
Esta iglesia bendita, puede pasar desapercibida en el
mundo, puede no tener ningún atractivo para la sociedad, puede no tener nada para
darle, en términos mundanos, al hombre. Pero, para aquellos que buscan a Dios,
al Dios vivo y verdadero, esta comunidad de hombres y mujeres, lleva un estandarte inigualable y digno de ser abrazado: “La salvación por la gracia que es en Cristo Jesús, el Señor de la
gloria, es para todo aquel que cree a nuestro anuncio del amor de Dios a todos y cualquiera, para perdón y vida eterna”.
Cualquiera en este reino, por más pequeño que sea ante
los ojos del mundo, tiene, a los ojos de Dios, una estima mayor que la de la
más grande personalidad de esta tierra. Y no exagero. El Señor Jesús mismo
después de enseñar que no había nacido un profeta más grande que Juan el
Bautista, dijo que el menor en el reino de los cielos es mayor que Juan (Mateo
11:11). Esto claro, se debe a que, los hijos del reino no deben su grandeza a
sus obras, sino a la misericordia de un Dios que derramó su Santo Espíritu en
vasos de barro, que, de esa manera, vinieron a ser, templo del Espíritu de
Dios (1 Corintios 6:19).
La estima de Dios por estos “vasos”, no proviene del
barro del que están hechos, sino del contenido glorioso que han recibido por
los méritos del Hijo de Dios. Las personas nacidas, por naturaleza (terrenal),
carecen de ese espíritu (celestial). El más noble y loado de los seres humanos,
no es un hijo de Dios en el sentido bíblico. Esto es lo que enseñó el Señor Jesús
a Nicodemo en el capítulo 3 del evangelio de Juan al decir que “El que no nazca
del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5). Entonces,
la enseñanza fundamental tiene, como escribiera el apóstol Pablo, este sello: “conoce el Señor a los que son suyos.”
Un cristiano, por más vil y menospreciado que pueda
parecer a los ojos de este mundo superficial, impío y vanaglorioso, es conocido por Aquel que dio su vida en
rescate por él. El valor que tiene un hijo de Dios, no radica en las virtudes y
logros que un ser humano puede tener y lograr. El valor de un hijo de Dios ante
los ojos de Dios está en que estas personas, que eran por naturaleza desaprobadas
ante las demandas de la justicia de Dios, ahora son seres reconciliados por la
sangre que Cristo derramó. Esto es algo que ninguna virtud ni buena obra puede,
ni podrá jamás, equiparar. El valor de los discípulos está en que ahora son
hijos de Dios por el Espíritu que Él ha hecho morar en ellos. En nuestra carne,
como escribiera el mismísimo apóstol Pablo, en su carta a los romanos capítulo
7, “no mora el bien”. El mal está en nuestra carne. Por lo tanto, nuestro
hombre natural, el que por nacimiento somos, lleva al cristiano a exclamar con
el apóstol: “¡Soy un pobre desgraciado!
¿Quién me libertará de esta vida dominada por el pecado y la muerte?
¡Gracias a Dios! La respuesta está en Jesucristo nuestro Señor.” (Ro. 7:24-25).
La buena noticia que celebramos los miembros de la Iglesia,
es que hay una nueva vida que es dada a todos aquellos que, de corazón, se
aferran a las palabras de Jesús. Esta es Su vida, la vida eterna. “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida…”
dice el Señor. Una vida que nos da una nueva conciencia, donde “el Espíritu mismo da testimonio a nuestro
espíritu, de que somos hijos de Dios” (Ro. 8:16). Esta vida es el tesoro
que tenemos en "vasos de barro" (cuerpos terrenales, temporales, precarios). Es la esperanza que Dios puso en los corazones de
sus hijos: “Cristo en ustedes, la
esperanza de gloria” (Colosenses 1:27). Una esperanza que no puede tener el
que no cree. Esta esperanza es más valiosa que cualquier ganancia de este
mundo. Porque el mundo pasa y sus deseos, y de nada servirá al hombre ganar
todas las cosas en esta vida, si al morir no puede hacer más nada. Esta verdad
lleva a cada pecador a la humildad para reconocer nuestra absoluta impotencia.
Sin Dios, no seríamos, ni seremos, nada. Esta es la realidad más fundamental de
la que una persona debe partir.
Para todos aquellos que reconocemos esta necesidad, Dios
extiende su gracia por medio de las buenas noticias de la obra de Cristo. Todos
los que reciben esta gracia, son objeto de misericordia ante los ojos del
Creador. No de ira y enojo, sino de misericordia. Y esto tiene una única razón.
No que ellos tengan o hayan tenido algo bueno que ofrecerle a Dios. En lo más
mínimo. La única razón por la que los hijos de Dios son el objeto de la misericordia
de Dios, es porque Jesús, en la cruz, recibió la ira de Dios sobre sí mismo.
Como enseña la Escritura: “al que no
conoció pecado, lo hizo pecado para que nosotros fuésemos hechos justicia de
Dios en él” (2 Corintios 5:21).
Entonces, esta iglesia bendita, está formada por aquellos
que han abrazado la misericordia de un Dios bueno, que, cuando aún éramos
pecadores, cargó unilateralmente en Cristo todos
nuestros pecados (1 Juan 2:2; 3:5; 4:10).
Esta es la noticia más radiante que un miembro de la
iglesia puede abrazar hoy mismo: “ya no
hay condenación para los que pertenecen a Cristo Jesús; y porque ustedes
pertenecen a él, el poder del Espíritu que da vida los ha libertado del poder
del pecado, que lleva a la muerte. La ley de Moisés no podía salvarnos, porque
nuestra naturaleza pecaminosa es débil. Así que Dios hizo lo que la ley no
podía hacer. Él envió a su propio Hijo en un cuerpo como el que nosotros los
pecadores tenemos; y en ese cuerpo, mediante la entrega de su Hijo como
sacrificio por nuestros pecados, Dios declaró el fin del dominio que el pecado
tenía sobre nosotros. Lo hizo para que se cumpliera totalmente la exigencia
justa de la ley a favor de nosotros, que ya no seguimos a nuestra naturaleza
pecaminosa sino que seguimos al Espíritu.” (Romanos 8:1-4 NTV)
Cada hermano y hermana en Cristo vive en esta verdad porque
ha recibido un espíritu de vida, no solo palabras, sino una realidad espiritual
que se manifiesta en su interior, a partir de la convicción que obra el
Espíritu de Dios en el creyente, quien “convence(rá) al mundo de pecado, de justicia y de juicio.” (Juan 16:8).
Todo aquel que ha nacido de nuevo, es un vencedor en un
mundo donde temporalmente reina la muerte, la impiedad y los deseos mundanos. En un mundo
donde alabar al Creador por sus obras, y dar gracias a Cristo por su sacrificio,
es algo extraño, las congregaciones de los hijos e hijas de Dios tienen por gozo y
alegría elevar cánticos de gracias al Señor de los cielos y la tierra, el Hijo
de Dios.
Todos aquellos que con corazón limpio invocan el nombre de Cristo Jesús y con sinceridad le obedecen, son miembros de su Iglesia, la Iglesia que le pertenece a Él y nadie más. La que ganó con su propia sangre, aquella en la que todo hombre y mujer que se aferra al Salvador, recibe perdón de pecados y vida eterna. La Iglesia de Cristo, esas congregaciones de santos que hoy, a los ojos del mundo, pueden ser unos pobres locos, viles y menospreciados, pero que, ante Dios, están investidos de la justicia del unigénito Hijo de Dios mismo. Como está escrito: “agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación.” (1 Corintios 1:21)
Así que, cada cristiano, miembro de la Iglesia de Cristo,
es objeto del amor de Dios, no por merecimiento personal, no por virtudes o
logros propios, no por algo bueno que haya hecho o pueda llegar a hacer, y sin
importar todo lo malo que pueda haber hecho, sino por una sola razón, nacida de
la pura gracia de Dios nuestro Salvador: “el
Hijo de Dios, me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
Cristo Jesús crucificado, no para ser objeto de
esculturas en un templo, sino como hecho histórico consumado por el que la
Escritura declara: “porque con una sola
ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.” (Hebreos 10:14).
“Tetelestai”. Consumado es.
Los miembros de la Iglesia de Cristo se glorían en la
cruz de Cristo, tal como el apóstol Pablo nos llama a hacer, y reciben el
testimonio del apóstol del Señor que nos dice cuál es el logro alcanzado por ese supremo sacrificio: “ya han sido lavados, ya han sido
santificados, ya han sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el
Espíritu de nuestro Dios.” (1 Corintios 6:11).
Así que, la iglesia no es un edificio en algún lugar, ni
una denominación, sea cual fuere, ni un cuerpo de doctrinas y enseñanzas
cristianas de cierta institución, ni un grupo de personas que adoptan un código
estricto de conducta, ritos y prácticas religiosas. Todo eso es parte de lo que
las personas pueden crear según su parecer y en base a esfuerzos humanos. Pero
la iglesia de Dios, no es edificada por manos humanas, sino, como enseña la
Escritura, es edificada con personas, que, “como piedras vivas”, se paran sobre
la verdad fundamental revelada respecto a la persona del Hijo de Dios. De tal
manera que el apóstol Pablo declaró: “en Cristo Jesús ni la circuncisión (adoptar
las prácticas y leyes del pacto de Moisés) vale
nada, ni la incircuncisión (la cultura pagana), sino una nueva creación (recibir la vida de Cristo al ser engendrados
por el Espíritu de Dios).”
Por lo tanto, la bendición apostólica es para “todos los que anden conforme a esta regla,
paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios.” (Gálatas 6:16).
La iglesia de
Cristo debe descansar en esta declaración:
“lejos esté de mí gloriarme, sino en la
cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y
yo al mundo.” (Gálatas 6:14).
Cada cristiano y cristiana se gloría en su Señor. Él es
nuestra paz, Él es quien nos hizo objeto de la misericordia de Dios, Él es
nuestra justicia, Él es nuestra esperanza, Él es nuestra salvación, Él es
nuestra vida de resurrección.
Con gozo inefable y glorioso cada miembro del Cuerpo de
Cristo en este mundo, espera el día en que el Señor vendrá para ser visto por
todos. Ese día, todo lo oculto y secreto será juzgado, todos los despreciados
por su causa serán reconocidos, todos los impíos serán ajusticiados, y todos
los mansos, misericordiosos y pobres en espíritu, recibirán consolación.
Este es el mensaje que predica la iglesia del Dios vivo.
Este es el evangelio en el que todo aquel que cree al testimonio, es recibido
por un Dios que no tiene en cuenta nuestros pecados, sino que ha hecho la paz
por medio de la cruz. Como declara el apóstol del Señor en Romanos 5 “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz
para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos
entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en
la esperanza de la gloria de Dios. … Porque Cristo, cuando aún éramos débiles,
a su tiempo murió por los impíos. …Dios muestra su amor para con nosotros, en
que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya
justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. Porque si siendo
enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más,
estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no solo esto, sino que
también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos
recibido ahora la reconciliación.” (vv. 1-11).
La Iglesia de Jesucristo está formada por todos aquellos
que han recibido la reconciliación con Dios nuestro Creador.
Que Dios bendiga a su Iglesia, que es la Iglesia de
Cristo, nuestro Señor y Salvador.
Amén.
N.M.G.
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