“Porque la creación fue sujetada a
vanidad, no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en
esperanza; porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de
corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que
toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y
no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del
Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la
adopción, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvos;
pero la esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué
esperarlo?” (Romanos 8:20-24)
Se ha tratado de definir al hombre
en base a alguna característica que lo distinga de toda otra especie viva. Así,
el homo sapiens nos señala al
pensamiento como el atributo humano por excelencia, nuestro rasgo biológico más
característico: sapiens significa “sabio”
o “capaz de conocer”. Por sobre toda otra función biológica que el hombre
comparte con las especies animales, la mente lo capacita para trascender su
entorno y pensarse en el tiempo de una manera única. Dentro del basto y
misterioso mundo del pensamiento, ningún animal se considera en el tiempo. Si
los animales superiores pueden pensar o alcanzar un cierto grado de conciencia
de sí mismos, no saben nada acerca del pasado y del futuro como lo pensamos
nosotros.
Mientras el mundo animal se limita al aquí y
ahora, el mundo de los hombres se extiende desde un ayer hasta un mañana más o
menos lejanos. Nadie entiende su vida como un simple hoy, ahora. Todo hombre y
mujer conjuga sus experiencias y conocimientos pasados para juzgar, discernir y
valorar las experiencias presentes, y al mismo tiempo considera y evalúa sus
acciones en base a sus resultados y efectos futuros. O sea que, mucho más
trascendente que el mero pensamiento, es la relación que tienen los
pensamientos con la línea del tiempo y más aun entonces con lo eterno.
Sea que consideremos el pasado remoto de
nuestro origen, o las experiencias de la niñez, el pasado se hace presente en
nuestra concepción de lo que somos. De igual manera, sea que pensemos en la
llegada del último latido o de las próximas vacaciones, cobrar a fin de mes,
etc., el futuro afecta nuestros pensamientos presentes, o bien, los guía.
Pero a la hora de enfrentar nuestro pasado con
nuestro futuro, podemos advertir que el futuro tiene más poder para afectarnos
que nuestro pasado. Esto es así porque la esperanza puede proponernos o
prometernos un cambio para bien. Si consideramos cualquier historia de
superación, la esperanza es el común denominador de todas y cada una de ellas.
¿Quién podría enfrentar el presente sin esperanzas? ¿Quién podría trabajar sin la esperanza de la
llegada del descanso y de la retribución del salario? ¿Quién podría llevar la
vida de un atleta sin la esperanza de ganar la competencia? ¿Quién podría amar
sin la esperanza de ser amado?
Una y otra vez la esperanza condiciona nuestro
ánimo. Con ella, podemos enfrentarnos a todo, sin ella, claudicaríamos por
completo.
El hombre piensa su vida en base a lo que
espera. Comprometerse con un hombre o una mujer, recibirse, conseguir un
trabajo, formar una familia, vivir del deporte, disfrutar del trabajo, etc.,
son formadores de decisiones. Tomamos las decisiones importantes en base a lo
que esperamos de ellas en el futuro. Comer, vestir, descansar, son acciones que
no requieren de mayores consideraciones, pero con quién viviré, de qué trabajaré,
a qué dedicaré mi vida, sí son decisiones que tomo en base al futuro esperado.
En la vida cristiana, la esperanza basada en la
promesa de Dios de un reino inconmovible, donde mora la justicia, el reino de
los cielos en el que una vida de paz, gozo, benignidad, delicias y gloria, es
real, y el cual no será afectado por la mentira y la maldad, es el alimento
diario que delinea las acciones del cristiano en el presente.
De allí que los consejos de Jesucristo son
tenidos como verdaderas promesas eternamente valiosas, y hacerse tesoros en el
cielo en vez de en la tierra (Mateo 6:19-20), sea una cuestión de fe que
descansa en dos esperanzas cualitativamente distintas. En el caso de los
tesoros celestiales, estos se recibirán después de esta vida y serán perpetuos,
en el supuesto de los tesoros terrenales, estos se reciben en un futuro posible
en el corto plazo de vida que podamos alcanzar aquí, pero que se pierden tan
pronto como nos toca partir.
La diferencia entonces radica en si vivimos
para Dios, sabiendo que al servirle a El, Él “llene nuestros tesoros” (conf.
Proverbio 8:21), o en si vivimos para nosotros mismos, sabiendo que “no se
puede servir a Dios y a las riquezas” (conf. Mateo 6:24) de modo que, todo se
puede resumir en el hecho cierto respecto de en quién tenemos puestas nuestras
esperanzas, si en las cosas materiales y sus promesas de placer, comodidad,
seguridad y éxito temporal, o si las hemos depositado en Aquel que teniendo
poder para levantar a los muertos, ha prometido que quitará lo temporal y
establecerá lo eterno, en donde no hay lugar para los impíos, pero son
recibidos los que han creído en el testimonio de su Hijo Jesucristo (leer Efesios
cap. 2).
Podemos entonces albergar en nuestro corazón la
esperanza que alimentó la vida terrenal
de Jesús, o llenar nuestra alma de afanes y deseos de los cuales él
advirtió y a los cuales expuso como parte de la avaricia y la vanagloria de
muchos de sus contemporáneos religiosos, los cuales lo rechazaron.
Un cristiano es definido por su fe, esperanza y
amor, por eso leemos en Tito 2:11-13
“Porque la gracia de Dios se ha
manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a
la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y
piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación
gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”
“Tampoco queremos, hermanos, que
ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros
que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así
también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él.” (1 Tesaloniceses
4:13-14)
“En aquel tiempo estabais sin Cristo,
alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin
esperanza y sin Dios en el mundo.” (Efesios 2:12)
N.M.G.
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