“A los cielos y a la tierra llamo
por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte,
la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu
descendencia” (Deuteronomio 30:19)
“Porque el mandamiento es
lámpara, y la enseñanza es luz, Y camino de vida las reprensiones que te
instruyen,” (Proverbios 6:23)
A lo largo de
la vida elegimos, no importa en qué circunstancias hayamos nacido, aun los
niños pueden elegir, por ejemplo entre obedecer a sus padres o tutores o no
obedecerles, entre hacer sus tareas o no hacerlas, entre respetar a sus amigos
o agredirlos, etc., etc. Y sabemos que las elecciones llevan a resultados según
el tipo de elección que tomemos. Buenas elecciones o decisiones conducen a
buenos resultados, y a la inversa, malas elecciones o decisiones conducen a
malos resultados.
Pero para poder elegir no debo
estar obligado. Si me fuerzan a tomar una decisión, ya no soy libre para
elegir. O sea que la condición indispensable para poder elegir realmente es que
me permitan decidir en un sentido o en otro. Aceptar o no aceptar, ir por este
camino o por aquel otro, tomar esto o aquello otro.
A la hora de elegir siempre se
nos presentan al menos dos posibilidades, dos opciones, dos caminos. Si hay una
sola dirección no hay elección.
Así entonces, lo importante más
allá de poder elegir es cómo elegimos.
¡Vivir bien equivale a elegir bien! La gran distinción bíblica entre el sabio y
el necio es que el primero toma las decisiones y elecciones correctas mientras
que el segundo escoge lo malo, lo perjudicial, lo engañoso.
Si entonces podemos elegir, la
posibilidad de ser sabios o necios está en nuestras manos. Y esto es así porque
Dios ha escogido darnos la libertad de amarlo o rechazarlo. Creer en su bondad
o rehusarnos recibirla. El drama detrás
de esta verdad es muy real, tan real como las consecuencias que vemos en la
vida real de personas reales que escogen cada día, y que sin dudas, tarde o temprano
experimentan la verdad que la
Escritura declara: “todo lo que el hombre siembra, eso
también cosechará” (conf. Gálatas 6:7).
O sea que el Evangelio no se
trata de una obligación religiosa. Por el contrario, es una invitación a ser
salvo según los términos del Dios que determinó toda realidad y que asimismo
sostiene toda existencia.
Ante las afirmaciones de los
profetas, los apóstoles y de Jesucristo mismo, no podemos huir, una vez que
irrumpen en nuestros oídos deberemos escoger, nos guste o no, si bien el llamado
es para nuestra dicha eterna. Lo terrible es que el hombre puede amar “las
tinieblas más que la luz”, puede aborrecer la justicia y despreciar a Jesús.
Puede en consecuencia, autoexcluirse de la presencia de Dios para siempre.
Tal es el eterno peso que recae en cada ser humano a quien se le
anuncia el Evangelio Eterno. Y así, las palabras del Señor exigen una
respuesta, no forzada, no automática ni mucho menos ciega, sino una espontánea
elección fruto de la información que Dios nos brinda a través de las Escrituras
y la predicación, de modo que podamos acudir al Hijo para alcanzar misericordia
y perdón.
Por lo tanto está escrito: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que
ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda,
mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es
condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el
nombre del unigénito Hijo de Dios…
El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano. El que
cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá
la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.” (Evangelio de Juan cap. 3:
16-18; 35-36)
Escoge pues la paz de Cristo, que es la reconciliación con Dios, y
tendrás la luz de la vida.
N.M.G.
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