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Una fe viva


Hace unos días leí la siguiente frase: "El hombre que mueve montañas, comienza acarreando pequeñas piedras".

Esto me llevó luego a recordar las palabras del Señor: "si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible" (Mateo 17:20). En una evidente hipérbole el Señor nos muestra la dinámica de la fe cuando es auténtica: no habrá nada que resulte imposible, ni demasiado difícil, ni obstáculo demasiado grande. Sin embargo enseguida el Señor agregó: “Pero este género no sale sino con oración y ayuno.” (v.21)

¿Qué tenían que tener entonces, fe suficiente o suficiente oración y ayuno? Y la respuesta está en que un hombre de fe como la del Señor (“poderoso en obra y en palabra” Lc.24:19) debía ser, en consecuencia, un hombre de oración y ayuno.

Pero un pensamiento indocto nos dirá que es sólo cuestión de fe, que sólo hay que creer. Sin embargo sabemos que “la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Santiago 2:17). ¿De qué se alimenta la fe? ¿No es acaso de la confianza en el poder de Dios? Pero hay algo más, porque la Palabra nos dice:

“Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él.” (1 Juan 3:21-22)

He subrayado las tres palabras clave para entender la vida de fe: confianza en Dios que se traduce en guardar su palabra (mandamientos) haciendo lo que le agrada (nuestra obediencia, ver 1 Pedro 1:22, 1 Samuel 15:22). Y esto mismo es lo que nos deja ver el Señor cuando, justo antes de levantar de la muerte a Lázaro, se registraron sus siguientes palabras: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado.” (Juan 11:41-42)

El Señor afirmó: “Yo sabía que siempre me oyes”. Y su discípulo amado nos dice que “esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye.” (1 Juan 5:14). ¿Notas la conexión? Ser oído por Dios en este contexto significa: ser atendido, es decir, que Dios atiende la voz de su hijo, y obra en pos de su petición. Los salmos lo dicen en los siguientes términos:

“Amo a Jehová, pues ha oído
    Mi voz y mis súplicas;
Porque ha inclinado a mí su oído;
Por tanto, le invocaré en todos mis días.” (Salmo 116:1-2)

“Apártate del mal, y haz el bien;
Busca la paz, y síguela.
Los ojos de Jehová están sobre los justos,
Y atentos sus oídos al clamor de ellos.” (Salmo 34:14-15)

Y el Proverbio sentencia: “El que aparta su oído para no oír la ley, Su oración también es abominable.” (Prv.28:9)

O sea que, si reconocemos que la fe es el resultado de creer en la palabra de Dios para confiar en lo que Dios nos ha dicho, y obedecer en consecuencia, concluiremos que una fe sin obediencia, no tendrá poder, porque el poder de Dios se manifiesta en favor de los que le temen. Y este temor se traduce en una vida de obediencia y comunión con el Padre, tal y como el Señor nos mostró, siendo así “poderoso en obra y en palabra” (ver por ejemplo Mateo 26:53).

Esta es la clase de fe que agradó al Señor, la cual lo llevó a decir: “De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe", al referirse a la fe del centurión.

La fe de aquel hombre fue distinguida por el Señor por el hecho de que esa persona se sujetaba a la autoridad y obedecía en consecuencia: "Porque también yo soy hombre bajo autoridad, y tengo bajo mis órdenes soldados; y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace" (Mateo 8:9-10). Sin dudas, el Señor se identificó con esa fe, ya que Jesús vivió bajo la autoridad y voluntad del Padre siguiendo todo lo que le fue mandado (conf. Juan 5:30).

Fue así, el hecho de que alguien considerara la palabra de su superior como razón suficiente para obrar en consecuencia, lo que agradó al Señor, de modo que también atendió su pedido sanando al siervo del centurión. Por eso, no podemos tener una fe que espere confiada la respuesta favorable del Padre si sabemos que no hemos atendido a su palabra cuando nos confronta con su voluntad: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lucas 6:46)

Aquí radica la cuestión de la fe como plena confianza en Cristo, en quien y sobre quien se supone que basamos toda nuestra vida de fe (si es que vivimos según sus palabras) para transitar por este mundo como sus discípulos y seguidores, a la espera de nuestro encuentro con Él.

Así entonces, si tuviéramos la fe que obedece cada día cada pequeño mandato del Señor (siendo fieles en lo poco), llegará el día en que veremos cómo habremos trasladado montañas enteras, porque en el tomar la cruz cada día y negarnos a nosotros mismos, vive la fe genuina, viva y poderosa, a través de la cual el Señor nos lleva a andar en el Espíritu "cada día durante todos los días de su vida” (Jeremías 52:34).

Nosotros no tenemos el poder para mover montañas de lugar, pero nuestro Señor sí. Él es quien puede transformar la geografía petrificada de los corazones humanos, para que cambien y sean convertidos. Sólo Él puede hacer que pasemos “de muerte a vida” (Juan 5:24). Y esto sólo es posible si obedecemos la palabra de quien tiene dominio sobre todas las cosas, de modo que podamos mirar “la gloria del Señor, (para poder ser)  transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.” (2 Corintios 3:18).

Esta transformación de carácter, mente y vida, no es un acto sobrenatural de un momento, sino una santificación por medio de la verdad, que experimentan sólo aquellos que tienen la fe necesaria para guardar incluso "uno de estos mandamientos muy pequeños" (Mateo 5:19). Tales son los que serán grandes en el reino de los cielos. Ya que una fe grande es la que guarda incluso los mandamientos muy pequeños, los cuales son la base para mover grandes montañas, porque “El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel” (Lucas 16:10)

Esta es sin dudas la experiencia del que, paso a paso, día a día, con humildad y alegría, cumple con lo que su Señor le ha encomendado de modo que puede tener la firme convicción de que sus oraciones serán contestadas para gloria de Dios.

Así entonces, quienes ponen cada día un grano de fe sólida y fiel a las palabras del Señor, habrán acumulado una montaña espiritual al cabo de los años, y hallarán que su casa (su vida) se habrá edificado sobre esa sólida montaña en la que hallarán fe, esperanza, obras de amor, oración, humildad, ayunos, compañerismo, intercesión, afecto fraternal, fidelidad, templanza, gozo, paz, benignidad, mansedumbre, confianza, consuelo, perdón, fuerzas, ánimo, y demás riquezas espirituales que se amalgaman en la inquebrantable promesa del Señor, que nos ha dado su Santo Espíritu, la presencia de Cristo en nosotros, el tesoro en los vasos de barro “para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros,… sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús … Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.” (2 Corintios 4:7; 14; 16-18).
Amén.

N.M.G.

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