“Y
uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: Si tú eres
el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros. Respondiendo el otro, le reprendió,
diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios,
estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente
padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas este ningún
mal hizo.” (Lucas 23:39-41)
“En
este mismo tiempo estaban allí algunos que le contaban acerca de los galileos
cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios de ellos. Respondiendo Jesús, les dijo: ¿Pensáis que
estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los
galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. O
aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos
los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís,
todos pereceréis igualmente.” (Lucas 13:1-5)
He puesto a consideración del
lector dos porciones del evangelio de Lucas, para que podamos dejar afirmado
que la condenación, no pesa sólo sobre los delincuentes, como los que estaban
junto a la cruz del Señor, o sobre ciertas personas que experimentan
injusticias o desgracias en este mundo, como los galileos y habitantes de
Jerusalén referidos en el diálogo inicial de Lucas capítulo 13, sino sobre
todos y cada uno de nosotros.
Hallamos
esa verdad en términos teológicos explícitos en la carta del apóstol Pablo a
los romanos cuando escribe: “… no hay
diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”
(Ro. 3:22-23).
Así
también, la buena noticia, es para todos sin distinción, o en otras palabras,
la necesidad de ser salvos por medio del evangelio de Cristo es
indispensablemente la misma para cada ser humano, por lo que el apóstol Juan
testifica en su evangelio: “El que en él
cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha
creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.” (Juan 3:18).
Un
cristiano es, en su faz comunicadora, un anunciador de salvación para todo aquel que cree (Ro. 1:16). Y para este anuncio
hablamos la verdad de Dios, de parte de Cristo, a toda conciencia humana,
preguntando a nuestros congéneres mortales: “¿Ni
aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación?”
Por
esta razón, la predicación del evangelio no es tanto un bonito mensaje librado
a nuestra opinión y sentimientos, para consentir una actitud indiferente y
superficialmente amistosa, sino un mensaje de profunda y necesaria reconciliación
con un Dios que nos ha mostrado en la crucifixión de Jesús, que “de ningún modo tendrá por inocente al
culpable” (Números 14:18), de modo que el Señor dice: “Vosotros sois de
abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Por
eso os dije que moriréis en vuestros pecados; porque si no creéis que yo soy,
en vuestros pecados moriréis.” (Juan 8:23-24)
Por
esto, la solemne verdad nos conmina con la siguiente afirmación: “en ningún
otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los
hombres, en que podamos ser salvos.” (Hechos 4:12). *
conminar: Apremiar con potestad a
alguien para que obedezca.
Es
así que el Señor mismo dio autoridad a sus siervos para que prediquen sus buenas
nuevas de paz, para que seamos perdonados por el Dios contra el que todos
pecamos: “Y les dijo: Id por todo el
mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere
bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.” (Marcos 16:15-16).
La
predicación de la cruz, es locura a los que se pierden, escribió el apóstol Pablo
a los corintios, pero es con esta predicación con lo que agradó
a Dios salvar a los creyentes (1 Cor. 1:21), así que, nosotros predicamos por
mandato de Cristo, como de parte de Dios y delante de Dios, sabiendo que por la
verdad del testimonio de las Sagradas Escrituras: “El que cree en el Hijo tiene
vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la
ira de Dios está sobre él.” (Juan 3:36).
Así
es que, este mensaje sobre la predicación del evangelio puede reflexionarse a
la luz de las palabras del profeta Miqueas: “¿Se agradará Jehová de millares de
carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi
rebelión, el fruto de mis entrañas por el
pecado de mi alma? Oh hombre, él te
ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer
justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios. La voz de Jehová clama a la ciudad; es sabio temer a tu nombre. Prestad
atención al castigo, y a quien lo establece.” (Miqueas 6:7-9)
Para
los que nos arrepentimos reconociendo la condenación en la que nos encontramos,
y pedimos al Señor por salvación, recibimos la consolación y esperanza por
medio del testimonio de la Escritura, en donde oímos la voz del Salvador y del
pecador que clama:
“Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que
hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Lucas 23:42-43)
El malhechor que se arrepintió en la cruz, no pienso que fuera motivado por algún amor a Dios, sino por un reconocimiento de la justicia: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos”. Por eso, creo que es más sincero reconocer la miserable condición humana y la advertencia del Señor: "si no se arrepienten, todos perecerán igualmente", como razones para esforzarnos por señalar al Salvador, ya que no nos basamos en una idealizada noción de amor y sentimentalismo, sino en el temor reverente de estar en esta condena a muerte, por lo que también se nos dice: "ocúpense de vuestra salvación con temor y temblor..." (Fil. 2:12) “todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pedro 1:17).
Por ese mismo sentido de gravedad de lo que está en juego, el Señor, luego de dar instrucciones a sus comisionados, los confrontó con la seriedad de nuestro deber al decirles: "Lo que os digo en tinieblas, decidlo en la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde las azoteas. Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mateo 10:27-28).
Así, en muchos lugares de la Escritura encontraremos que se nos llama
a dar testimonio como siervos diligentes del que nos tomó por soldados (2 Tim.
2:2-9). Ser diligentes y fieles a la predicación que es poder de Dios para
salvación a todo aquel que cree, es un mandato
que se nos encomendó a aquellos que somos “los
pacificadores” que predican “por
causa de la justicia” (Mateo
5:9-10), porque: “ahora, aparte de la ley, se
ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los
profetas; la justicia de Dios por medio
de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay
diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios,
siendo justificados gratuitamente por su
gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como
propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a
causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la
mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y
el que justifica al que es de la fe de Jesús.” (Ro. 3:21-26)
Esta
es la gracia del regalo de la salvación por medio del sacrificio del que fue
hecho pecado, Jesús, el Justo, “para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). El único
que verdaderamente nos amó y se entregó a sí mismo para rescatarnos.
Es
entonces, no sólo por amor a Cristo y su obra, y a los seres humanos, que
debemos predicar, sino, además, por el temor debido a Aquel que nos lo ha mandado, porque Dios, “ahora
manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha
establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel
varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos.”(Hechos
17:30-31).
“Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir:
Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado.” (Mateo 4:17).
El
que ama, habla la verdad, y “el testigo verdadero libra las almas” (Prov.
14:25), así, el que ama a su prójimo no puede sino hablarle lo que sabe
que Dios mismo ha establecido para bendición o maldición:
“Porque
muy cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la
cumplas. Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el
mal” (Deuteronomio 30:14-15)
“Mas
¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la
palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el
Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás
salvo... pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le
invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo. ¿Cómo,
pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de
quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo
predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los
pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas! (Romanos
10:8-15)
Amén.
N.M.G.
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