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Derribando mitos sobre la fe

 




El cristiano vive por fe, es decir, en base a verdades que se fundan en la veracidad del testimonio de quienes vieron y oyeron al Mesías profetizado en las Escrituras del Antiguo Testamento del pueblo judío. Así, tanto la existencia de la nación judía, como sus Sagradas Escrituras son visibles y palpables aún hoy. No necesitamos fe para aceptar la realidad pasada y presente de la existencia de los israelitas a través de la Historia, ni de la Biblia, ni de la existencia de la doctrina cristiana como un hecho real y verificable.

O sea que, la confianza que nos merece la predicación del Evangelio no es en absoluto ciega, por el contrario, está basada en sus notables evidencias, entre ellas, la más poderosa, el hecho atestiguado de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo: “Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe.” (1 Corintios 15:14)

Así, la fe de los cristianos, se basa en un mensaje digno de confianza, como escribió el apóstol Pablo: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.” (1 Timoteo 1:15), por lo que “persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes, no diciendo nada fuera de las cosas (escritas) que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder: Que el Cristo había de padecer, y ser el primero de la resurrección de los muertos, para anunciar luz al pueblo y a los gentiles.” (Hechos 26:22-23).

Lejos de tratarse de una fe ciega, nuestra fe es el resultado de oír “la palabra de Dios” plasmada en las Escrituras (“los profetas y Moisés” y el testimonio escrito de los apóstoles del Nuevo Testamento), y habiendo oído su mensaje, recibir la convicción de que su contenido ha sido verdaderamente inspirado, profetizado, dirigido y cumplido a través, y en medio de, la Historia de seres humanos de carne y hueso (conf. Juan 5:39; Lucas 24:27; Hechos 17:11; Romanos 16:26; Gálatas 3:8; 2 Timoteo 3:16-17). 


Esto nos lleva a poder ser parte de una realidad palpable, no meramente teórica, ideal o filosófica. La fe por la que recibimos el Espíritu de Cristo, es una fe viva, que lleva a una experiencia real, un nacimiento que nos permite percibir las realidades espirituales, de modo que el Señor le dice a todo aquel que le busca: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.” (Juan 3:5-6)

Quienes llegan a oír la Palabra que predicamos, y creen al evangelio, llegan a recibir el testimonio de Dios en sus corazones, de modo que se cumple en el verdadero creyente las siguientes palabras:

“… el que se une al Señor, un espíritu es con él.” (1 Corintios 6:17)

“Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.” (Romanos 8:9)

 “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios… El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios.” (Romanos 8:14, 16)

Así, la vida cristiana (que nace de una fe auténtica) es la confirmación de la presencia del Espíritu de Cristo en medio de un pueblo que, por ese mismo motivo es llamado a ser santo en respuesta a ese Espíritu. Esta es la verdadera doctrina cristiana, sobre la cual podemos leer en el siguiente pasaje de 2 Corintios capítulo 3.

            “Nuestras cartas son ustedes (las que confirman nuestro ministerio y doctrina), escritas en nuestros corazones, conocidas y leídas por todos los hombres (la conversión del creyente es un hecho que se evidencia en su nueva vida de arrepentimiento y obediencia a Dios); 3 siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros (la doctrina de los apóstoles a los que el Señor le dijo “id, y haced discípulos a todas las naciones, … enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” Mt. 18:19-20), escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón. (conforme al Nuevo Pacto: “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo.” Jeremías 31:33)

(…)

17 Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. 18 Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.

Llama la atención notar cómo este pasaje habla de que todos los cristianos miramos la gloria del Señor. O sea que la fe es el don de ver al Señor en las Escrituras que dan testimonio de Él, por eso en ese mismo pasaje Pablo escribió con respecto a los judíos, que “el entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo es quitado. Y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos. Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará.”  (vv. 14 a 16).

(Nota: revelar, viene de remover el velo, esto es, quitar la venda que ocultaba lo que hay debajo. Cristo es quien revela los secretos del reino de los cielos, ver Mateo 11:27; Lucas 8:10; Efesios 3:2-4)

Como vemos, la fe cristiana, es primeramente confianza en la verdad testificada por los que escribieron lo que vieron y oyeron: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.” (2 Pero 1:16).

En consecuencia, Dios se hace presente en la experiencia personal de cada hombre y mujer que reciben la Palabra del testimonio de Cristo, de manera que cuando leemos que la Biblia dice que “somos transformados… como por el Espíritu del Señor”, nosotros, los que creemos, podemos vivir esa transformación realmente, de manera personal, lo cual es verificable, porque se puede gustar y ver en nuestra propia vida (conf. 2 Cor. 13:5), tal como lo anunciara el antiguo Salmo 34 vv. 4-8:

“Busqué a Jehová, y él me oyó,

Y me libró de todos mis temores.

Los que miraron a él fueron alumbrados,

Y sus rostros no fueron avergonzados.

Este pobre clamó, y le oyó Jehová,

lo libró de todas sus angustias.

El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen,

Y los defiende.

Gustad, y ved que es bueno Jehová;

Dichoso el hombre que confía en él.”

Así pues, contrariamente al mito de que la fe es ciega, los cristianos damos testimonio de que hemos oído una palabra documentada, real, basada en testimonios reales, de hombres que vivieron en los días en que Jesús de Nazaret llevó adelante un breve, apartado y marginal ministerio, que en tres años culminó con su muerte sacrificial, pero que continuó por su resurrección en gloria. Y al creer y confiar en esta Palabra de fe que es predicada desde entonces, somos hechos participantes de esa realidad en la que el Hijo de Dios se manifiesta al creyente, por medio del Espíritu de verdad (ver Juan 14:17-24) que asimismo nos ha dado vida y libertad del engaño. Y en esta manifestación, hallamos la misma comunión que tuvieron los primeros cristianos, conforme está escrito:

            “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido.” (Primera Carta del Apóstol Juan cap. 1, vv. 1-4).

Amén.

La nuestra no es una fe ciega, pero sí existen quienes prefieren permanecer ciegos frente a la evidencia de nuestra fe. 

N.M.G.

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