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La predicación de Jesucristo (III)

 


¿Qué significa ser de Jesucristo?

“… Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo.”

“La cruz” a la que nos invita el Señor es el fin de nuestro ego. Podemos ver esto en las palabras del fiel apóstol: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.” (Gálatas 2:20).

No podemos recibir la paz de la cruz de Cristo, si no entendemos lo que ella implica. Es por eso que el apóstol Pablo todavía tiene que llamar a reconciliarse con Dios a los creyentes corintios a los que les escribió: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos…. os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.” (2 Corintios 5:14-15, 20).

Esta reconciliación no es una simple aceptación del hecho de que Cristo murió por los pecados. Es correcto que Cristo murió para pagar los pecados ("teletestai"), pero ¿cómo somos alcanzados por ese sacrificio? ¿Cuándo los méritos de la muerte vicaria del Señor se computan a mi favor?

Necesitamos entender el valor, importancia y efectos de la crucifixión.

Para reconocer que Cristo murió por mí, realmente, debemos ser conscientes de que esa muerte ha comprado nuestra vida (pagó el precio de nuestra redención, ver Salmos 49). Esto nos lleva a un grado de humildad esencial, la humildad que una criatura debe tener delante de su Creador. Confesar que Jesucristo es el Señor, es, ni más ni menos, reconocer ese derecho soberano y absoluto que tiene el Hijo de Dios sobre toda la creación.

Lo que debe suceder con aquellos que aceptan el evangelio, es que han de venir a ser de Cristo, en un sentido total. Debemos dejar bien claro este punto. Los que somos de Cristo (en espíritu y en verdad), no podemos ser meros seguidores, simpatizantes, adeptos o “hinchas” suyos. Quienes verdaderamente son discípulos de Cristo, han de ser Su posesión, o no han de ser nada (recordar la advertencia: "No los conozco"). Veamos esta verdad en la carta del apóstol Pablo:

“¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” (1 Corintios 6:19-20).

Esta relación en la que reconocemos que le pertenecemos a Cristo como Dueño de nuestra vida es vital. No basta con decir amén. Debo tomar “la cruz”. El llamado a “ser de Jesucristo” que hallamos al inicio de la carta a los romanos, es el llamado a ser verdaderos discípulos. “Si el Hijo los libertare, serán verdaderamente libres” (Juan 8:36). ¿Y qué estaba diciendo el Señor? “De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado. Y el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre.” (8:34-35).

El llamado a ser de Jesucristo, es, como estamos viendo, un llamado que involucra todo nuestro ser. Paradójicamente, nuestra libertad radica en que, para ser libres, necesitamos ser “esclavos” de Jesús. Porque, si no le pertenecemos al Señor, tendremos por amo a cualquiera de los interminables ídolos que levanta y abraza este mundo (incluso padre, madre, esposa, hijo, etc., pueden convertirse en uno).

Nuestros corazones son gobernados por aquello que amamos. Por eso el Señor pone de ejemplo a las riquezas como aquello que se erige en un “señor”, para decir que “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24). Y el Señor nos dice: “si me aman, guarden mis mandamientos” (Juan 14:15).

Por esta razón, el gran llamado a ser de Cristo, va mucho más allá de una mera membresía en una iglesia. Uno puede ir a todas las reuniones cristianas que guste, y, así y todo, tener un corazón indiferente a la voz del Señor. Y en la voz del Señor Jesús hallamos mandamientos, los cuales, si no obedecemos, en vano haremos toda actividad "religiosa". 

“No me traigáis más vana ofrenda… Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda. Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana. Si quisiereis y oyereis, comeréis el bien de la tierra; si no quisiereis y fuereis rebeldes, seréis consumidos a espada; porque la boca de Jehová lo ha dicho.” (Isaías 1:13; 16-20)

Nuestra relación con Cristo no es la de un igual, sino la de un Señor con su siervo o la de un Padre con su hijo. Uno es el que manda, el otro el que obedece. Y esto, con un claro propósito de bendecir a aquel que al obedecer está honrando a Aquel que es digno de toda nuestra entrega y gratitud.

Pasemos entonces a oír el llamado explícito en las palabras del propio Señor Jesús:

“25 Grandes multitudes iban con él; y volviéndose, les dijo: 26 Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo. 27 Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo.

28 Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla?

29 No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, 30 diciendo: Este hombre comenzó a edificar, y no pudo acabar. 31 ¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? 32 Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de paz. 33 Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.” (Lucas 14:25-33)

 

Renunciar a todo lo que uno posee, no significa despojarse de todo bien material. Renunciar a todo lo que uno posee, es, ante todo, deponer nuestro derecho sobre nuestra vida, que es, todo lo que realmente poseemos. ¿Qué significa esta renuncia? Significa que uno está voluntariamente poniéndose en la misma situación que un esclavo (eso es lo que implica confesar a Jesús como Señor). Un esclavo tenía familia, vestimentas, alimento, pero todo le era dado por su amo. Además, un esclavo no decidía por sí mismo, tenía que obedecer la voluntad de su señor. Esta es, ni más ni menos, el tipo de renuncia voluntaria a la que estamos llamados todos los que consideramos que Cristo es digno de ser obedecido. Este es el verdadero discipulado cristiano. No hay atajos. El que no renuncia a dirigir su propia vida según sus deseos, no puede ser discípulo de Cristo.

Podemos aclarar que el yugo del Señor es ligero y fácil, según el mismo lo afirmó. Por eso, nuestra vida, estará delineada por la mansedumbre y humildad de corazón que el Señor nos llamó a aprender de Él mismo. O sea que, en este verdadero discipulado, no se trata de observar una religiosidad externa y ritualista, o de intentar guardar la Ley de Moisés, sino de tener una vida justa, sobria y piadosa que muestra por su buena conducta y sus frutos de paz, justicia, gratitud y bondad, una realidad interna en la que Dios está gobernando la vida del cristiano, por medio de su Espíritu.

Este llamado es el único camino para unirnos a Cristo en espíritu y en verdad. El llamado a tomar nuestra cruz, es el llamado al verdadero arrepentimiento, cuando reconocemos que los merecedores de la desaprobación de Dios y su castigo en la cruz, somos todos, y cada uno, de nosotros. Pero ahora, en el evangelio, podemos ver y conocer el amor de Dios por el cual nos hace justos (justifica) delante suyo, por medio de la muerte de su unigénito Hijo, porque ese rechazo y castigo que merece el pecado, recayó en Jesucristo nuestro Salvador.

A los enemigos del Rey vencedor, se les ha concedido la paz. A los extranjeros y advenedizos se les ha dado la carta de ciudadanía celestial. A los muertos en delitos y pecados se les ha concedido la gracia del perdón y una nueva vida. A los hijos de Adán se les ha concedido el ser hechos hijos de Dios. A lo vil y menospreciado se le ha concedido un lugar en el reino glorioso de nuestro Señor. 

“Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó…” (Lucas 15:18-20)

A todos los que abrazamos el llamado de la gracia de Dios, la luz de sus palabras nos alumbra para que podamos vivir una vida de misericordia, justicia, verdad, gozo y amor, junto a todos aquellos que invocan su Nombre. Este es el reino de Dios, y todos los que entren en él, tendrán abundancia de paz en esta vida, y, en la venidera, la gracia de admirar por siempre la majestad del gran Rey. Amén.  

N. M. G.

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