“El David” es una escultura hecha de mármol blanco, tiene
una altura de 5,17 metros y 5572 kilogramos de peso, y fue realizada por
Miguel Ángel Buonarroti entre 1501 y 1504. La escultura representa al rey David
bíblico en el momento previo a enfrentarse con Goliat y es una de las obras
maestras del Renacimiento según la mayoría de los historiadores, y una de las
esculturas más famosas del mundo. Esta información surge de una breve consulta
en internet (https://es.wikipedia.org/wiki/David_(Miguel_%C3%81ngel) y es sólo para introducirnos en una reflexión que deseo
compartir.
Si pensamos en el valor del mármol sin ser trabajado, el
mismo es incomparablemente menor del valor que adquirió luego de que Miguel
Ángel realizara su extraordinaria escultura. El mármol no era más que “roca
metamórfica compacta formada a partir de rocas calizas”, sin embargo, el
trabajo del artesano lo llevó a ser algo diferente, no por su esencia material,
sino por su sentido estético, de donde también hallamos la palabra ética. La
palabra ética viene del griego “Ethos” que significa “carácter”, "naturaleza
moral".
El carácter es lo que nos diferencia. O sea, una piedra tiene características naturales que,
sin un trabajo estético (obra del carácter de un artista) jamás se
podrían transformar en una “obra de arte”. O sea, una piedra siempre será una
piedra, a menos que la mano de un ser con propósito e intención intervenga en
ella para transformarla en algo más que un mineral.
Ya la Biblia nos muestra el símil entre un vaso de barro
al que el alfarero le da forma, y el corazón del ser humano que es “moldeado”
por el Creador. Sin embargo, a lo que estoy apuntando es a que, primero, el ser
humano, como ser hecho del polvo de la tierra (de allí que humus
significa “tierra” o “suelo” en latín) no tendría ningún valor mayor que el
polvo si no fuera por la intervención soberana de un Creador inefable que
pudo generar una transformación, infinitamente superior, a la que el mayor
artista de la humanidad pueda realizar en los elementos de la naturaleza, como
en nuestro ejemplo, el mármol.
Si el David de Miguel Ángel vale infinitamente más que el
mero valor de su peso en mármol, gracias a la intervención de un hombre que lo
esculpió, ¿por qué tantas personas se resisten a reconocer a Dios como la
única fuente de nuestro verdadero valor, el cual es producto de su exclusivo
poder, inteligencia y sabiduría capaz de transformar el polvo de la tierra
en el ser más tremendamente complejo que habita el mundo natural?
La razón es una herramienta utilizada por el Señor Jesús cuando les dice a sus
oyentes: “Considerad los lirios, cómo crecen; no trabajan, ni hilan; mas os
digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió como uno de ellos. Y si
así viste Dios la hierba que hoy está en el campo, y mañana es echada al horno,
¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?” (Lucas 12:27-28).
El Señor nos da información para que razonemos: Dios
es el que “vistió a la hierba”. La estética que hallamos en el mundo
no es mero accidente, las formas, diseños, color y belleza, complejidad interna
y externa, y demás muestras de creatividad e inteligencia que hallamos en la
naturaleza, es evidencia de un Artista Supremo. La lógica divina entonces nos
interpela, si Dios dio esa extraordinaria belleza externa a los lirios que
pronto se marchitan, ¿cómo no va a poder hacer algo superior por el ser
formado del polvo que vale mucho más que la hierba?
El llamado del evangelio apunta a la gloria, por eso el Señor Jesús en ese pasaje señala a Salomón con
“toda su gloria”, o sea, toda la riqueza y recursos humanos de Salomón
no eran capaces de darle una vestidura del esplendor que vemos en el color y la
delicada textura de los lirios. O sea, las cosas que Dios puede hacer son incomparables,
y el llamado de Cristo es a que comprendamos que hay una creación gloriosa y
eterna esperando, la cual no ha de perecer como todas las cosas de esta
creación pasajera. Por eso el apóstol Pablo escribió: “…seremos
transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final
trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados
incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que
esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de
inmortalidad.” (1 Corintios 15:51-53).
Así que, ¿cuál es el fin de este mensaje? Que nos
entreguemos a la esperanza que habita en las manos de Aquel que dijo “Yo soy
la resurrección y la vida”, que confiemos de la manera que confía un hijo
en su Padre, y nos entreguemos a Dios como una pieza de mármol que es objeto de
la dirección del Escultor para ser convertida en una obra maestra.
Los seres humanos más felices son los que no se resisten
a reconocer humildemente que somos “obra de sus manos”, y que sólo en Dios
hallamos la realización estética de nuestro carácter, esto es, la belleza moral
interna de nuestra existencia que se manifiesta en: “amor, gozo, paz,
paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza.”
La soberbia del hombre es pretender que puede ser algo
por sí mismo. Y la realidad es que,
aunque podamos hacer con nuestra vida y nuestros cuerpos, nuestra voluntad en
esta vida (tiempo), lo cierto es que no hay ninguna manera de que este
polvo del cual estamos hechos, se dé a sí mismo nueva vida una vez que muere.
“Pues polvo eres, y al polvo volverás.” (Génesis 3:19). Una vez
que nuestro cuerpo vuelve a su estado “natural”, no somos más que polvo.
Esa es la sentencia innegable escrita por el Creador de la naturaleza presente (ver
Romanos 8:20-23). Y el único que tiene el poder de levantarnos de la tumba, es
el Creador de los cielos y la tierra.
En la visión de los que hablan de la “madre naturaleza”,
todas las criaturas tienen el mismo valor, todas ellas son meros animales
productos de la evolución, un accidente, o de ambos. Pero en la creación del
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (la visión bíblica), cada ser
humano vale mucho más que cualquier animal, pero no sólo por lo que es en sí
mismo, sino por el llamado incomparable de lo que se le ofrece: el poder ser
hecho hijo de Dios (Juan 1). Tales hijos e hijas son engendrados por
Dios, la Biblia habla de una “nueva criatura”, de una “nueva creación”, por lo
que Jesús declara: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es
nacido del Espíritu, espíritu es.” (Juan 3:6).
El David, por más valorado que sea, siempre seguirá siendo
mármol si se lo reduce a su estado original. Pero el ser humano está destinado
a otro fin superior, más allá de su regreso al polvo, porque puede recibir “el
Espíritu de Cristo” (Romanos 8), el cual lo lleva a transformarse en algo más
que un ser humano, y, así como el polvo muerto de la tierra recibió
forma y aliento de vida por el Creador, esa misma criatura corruptible (es
decir, nosotros) puede recibir la vida eterna, la vida del Espíritu de Dios, el
mismo Espíritu que levantó a Jesucristo de entre los muertos, el mismo Espíritu
que inspiró a los escritores bíblicos para que podamos conocer la gloriosa
verdad en Cristo, quien fue: “destinado desde antes de la fundación del
mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, y
mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado
gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios. Habiendo purificado
vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el
amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro;
siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la
palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Porque: Toda carne es como
hierba, Y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca,
y la flor se cae; Mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la
palabra que por el evangelio os ha sido anunciada.” (1 Pedro 1:20-25).
Amén.
¿La resurrección a vida eterna te suena muy loco? Bueno, escrito
está: “agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la
predicación.” (1 Corintios 1:21).
Porque es el mensaje del Todopoderoso, que dio testimonio
en Jesucristo, de que sus promesas se cumplen de tal manera que, “el cielo y
la tierra pasarán, pero (sus) palabras no pasarán” (Lucas 21:33).
Dios te bendiga.
N.M.G.
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