Génesis 4:1-12
1 El hombre se unió con su
esposa Eva. Ella quedó embarazada y dio a luz a su hijo Caín, y dijo: «Ya tengo
un hijo varón. El Señor me lo ha dado.»
2 Después dio a luz a Abel,
hermano de Caín. Abel se dedicó a criar ovejas, y Caín se dedicó a cultivar la
tierra.
3 Pasó el tiempo, y un día
Caín llevó al Señor una ofrenda del producto de su cosecha.
4 También Abel llevó al Señor
las primeras y mejores crías de sus ovejas. El Señor miró con agrado a Abel y a
su ofrenda, 5 pero no miró así a Caín ni a su ofrenda, por lo que Caín se enojó
muchísimo y puso muy mala cara.
6 Entonces el Señor le dijo:
«¿Por qué te enojas y pones tan mala cara?
7 Si hicieras lo bueno,
podrías levantar la cara; pero como no lo haces, el pecado está esperando el
momento de dominarte. Sin embargo, tú puedes dominarlo a él.»
8 Un día, Caín invitó a su
hermano Abel a dar un paseo, y cuando los dos estaban ya en el campo, Caín
atacó a su hermano Abel y lo mató.
9 Entonces el Señor le
preguntó a Caín:
—¿Dónde está tu hermano Abel?
Y Caín contestó:
—No lo sé. ¿Acaso es mi
obligación cuidar de él?
10 El Señor le dijo:
—¿Por qué has hecho esto? La
sangre de tu hermano, que has derramado en la tierra, me pide a gritos que yo
haga justicia.
11 Por eso, quedarás maldito y
expulsado de la tierra que se ha bebido la sangre de tu hermano, a quien tú
mataste.
12 Aunque trabajes la tierra,
no volverá a darte sus frutos. Andarás vagando por el mundo, sin poder
descansar jamás.
En la historia de Caín y Abel, una vez compartí cómo se tipifican las obras que las religiones presentan a Dios por iniciativa humana, y la obra que Dios demanda del hombre, como revelación que hace a la obediencia que Dios acepta. Así, si bien Caín fue por su cuenta a llevar una ofrenda a Dios, no llevó un sacrificio de sangre, que es, claramente, el tipo de ofrenda que a lo largo de todo el Antiguo Testamento vemos que Jehová demandó (desde las pieles con que fue cubierta la desnudes de Adán y Eva, pasando por los holocaustos que realizaba Job en 1:5, el sacrificio pedido a Abraham, y luego a lo largo de toda la historia del pueblo judío, desde la Pascua de Egipto en adelante hasta llegar al definitivo Cordero de Dios).
Vemos
entonces que, como dice la Escritura en Hebreos 9:22 “…sin derramamiento de
sangre no se hace remisión (de pecados).”
Abel
es entonces, no sólo la tipificación de la clase de obra que Dios acepta, sino
la sombra de la obra de Cristo mismo como única ofrenda aceptada por Dios. Por
eso leemos que Juan el Bautista presentó al Señor Jesús diciendo: “He aquí
el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.” (Juan 1:29).
Cristo es la única ofrenda
aceptada por Dios.
“13 Es
verdad que la sangre de los toros y chivos, y las cenizas de la becerra que se
quema en el altar, las cuales son rociadas sobre los que están impuros, tienen
poder para consagrarlos y purificarlos por fuera. 14 Pero si esto es así,
¡cuánto más poder tendrá la sangre de Cristo! Pues por medio del
Espíritu eterno, Cristo se ofreció a sí mismo a Dios como sacrificio sin
mancha, y su sangre limpia nuestra conciencia de las obras que llevan a la
muerte, para que podamos servir al Dios viviente. 15 Por eso, Jesucristo es
mediador de una nueva alianza y un nuevo testamento, pues con su muerte
libra a los hombres de los pecados cometidos bajo la primera alianza, y
hace posible que los que Dios ha llamado reciban la herencia eterna que él les
ha prometido.” (Hebreos 9:13-15 DHH).
Ahora amigos,
prestemos atención a las palabras del Dios vivo, en este pasaje lleno de
significado:
9 Entonces el Señor le
preguntó a Caín:
—¿Dónde está tu hermano Abel?
Y Caín contestó:
—No lo sé. ¿Acaso es mi
obligación cuidar de él?
10 El Señor le dijo:
—¿Por qué has hecho esto? La
sangre de tu hermano, que has derramado en la tierra, me pide a gritos que yo
haga justicia.
11 Por eso, quedarás maldito y
expulsado de la tierra que se ha bebido la sangre de tu hermano, a quien tú
mataste.
Muchas
personas que se consideran espirituales, hablan de que todos los hombres somos
hermanos, y la humanidad es una gran familia. Pero, ¿qué pasa cuando le
preguntamos a las personas por la muerte de Jesús? Si la humanidad es una gran
familia, la sangre de Cristo, el único Justo sin pecado que caminó entre los hombres,
¿no exige mucho más fuertemente que el homicidio de Abel, que el Creador haga
justicia?
Ahora bien,
¿dónde quedamos nosotros en esta historia? Algunos, si son moralmente exitosos,
tal vez puedan identificarse con Abel, y llegar a decir como aquel religioso: “Dios,
te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos,
adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos
de todo lo que gano.” (Lucas 18:11-12). La persona que está conforme
consigo misma, y se cree buena, podrá decir que delante de Dios, no es como
el injusto Caín, capaz de matar a su propio hermano.
Pero
los que hemos conocido verdaderamente lo que hay en el corazón del ser humano (de
todo ser humano), entendemos que el único verdadero Abel a quien Dios mira
con aprobación en base a sus obras es Jesucristo. Y esto lo corroboramos en las
Escrituras cuando en Juan 8:29 el Señor dice: “Porque el que me envió,
conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le
agrada”, y también el Padre mismo declara: “Este es mi Hijo amado, en
quien tengo complacencia.” (Mateo 3:17), mientras que, Eclesiastés 7:20 nos
recuerda que, “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el
bien y nunca peque”, y Pablo en su carta a los Romanos declara: “…ya
hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado. Como está
escrito: No hay justo, ni aun uno; No hay quien entienda. No hay quien busque a
Dios.Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo
bueno, no hay ni siquiera uno.” (Romanos 3:9-12)
Nosotros
somos el Caín que no agradó a Dios con su ofrenda. El Caín
que tuvo celos y envidia de su hermano. El Caín que responde a Dios “¿Soy yo
acaso responsable de la muerte de ese Justo (Cristo)?”
Nosotros
somos los que llenan las palabras del profeta: “en los pecados hemos
perseverado por largo tiempo; ¿podremos acaso ser salvos? Si bien todos
nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de
inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos
llevaron como viento” (Isaías 64:5-6).
Yo soy
el orgullo que se exalta a sí mismo, el religioso que se cree mejor que los incrédulos,
el fuerte que desprecia al débil, el débil que menosprecia al fuerte, el virtuoso que se burla del mediocre, el mediocre que desdeña al virtuoso, el joven
que menosprecia al viejo, el mentiroso que oculta sus pecados, el codicioso que
ama las cosas materiales, el vanidoso que ama la aprobación de los hombres más
que la de Dios, el egoísta que busca lo suyo por sobre lo que demanda Dios, yo soy el que adulteró, el que robó, el que abandonó, el que engaño, el que falló… yo soy
aquel Caín que envidia al que es mejor, el que tiene celos del que es
amado más que yo…, yo soy el que no
merece la aprobación de Dios, yo soy el miserable pecador, el enemigo de Dios al que sólo la
sangre derramada de Jesucristo puede justificar ante el Padre y otorgarme su perdón. Yo soy el que necesita ser hecho una nueva criatura.
Para todo
el que confiesa esta dura verdad que atraviesa y expone nuestro interior y nos desnuda de las “hojas de higuera” de nuestra conciencia, Cristo mismo nos invita a decir: “Dios,
sé propicio a mí, pecador”. Porque Él mismo es la propiciación por nuestros
pecados (ver 1 Juan 4:10, Hebreos 8:12). ¡Gracias sean dadas al que nos amó
siendo indignos! ¡Por su gracia somos salvos!
Para los
pobres en espíritu, para los que renuncian a ocultarse tras las apariencias,
para los que vienen a la luz para que sus vidas sean juzgadas y sanadas por Dios,
para estos hay verdadera paz, salud para el alma cargada y afligida, una reconciliación
que trae gozo y eterna alegría, como declara 2 Corintios 5:21 “Al que no
conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos
justicia de Dios en él.” “y por medio de él reconciliar
consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están
en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.
(Colosenses 1:20).
Amén.
“… lejos esté de mí gloriarme,
sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es
crucificado a mí, y yo al mundo.” (
“Y no
sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor
nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación.” (
"Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí." (Juan 14:6)
N.M.G.
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