“
―Yo soy el camino, la verdad y la vida —le contestó Jesús—. Nadie llega al
Padre sino por mí. Si realmente me conocierais, conoceríais también a mi Padre.
Y ya desde este momento lo conocéis y lo habéis visto.” (Juan 14:6-7)
Te invito a hacerte la siguiente pregunta ¿Hacia
dónde marcha mi vida? Todos tenemos metas y sueños, deseos y objetivos por los
cuales luchar. Pero los logros llegan y se marchitan, y después, el tiempo
sigue su paso para enfrentarnos a lo inexorable. ¿Hay algo más, más allá de lo que
tenemos o logremos tener?
La predicación del evangelio no sólo viene a librarnos
de la culpa, la mala reputación, los errores y deudas, de todo tipo. No sólo
resuelve el problema del mal en nosotros, también nos invita a considerar el regalo ofrecido a
personas que tienen sed existencial, personas que no se conforman con saciar la
sed física y que, como el salmista, llegan a decir: “mi alma tiene sed de Dios”.
Todos nosotros estamos avanzando cada día, segundo a segundo, hacia un
destino final. Para los que creemos, está claro que al llegar al final de esta
línea temporal en al que existimos, nos encontraremos en la presencia de Dios. Entonces,
lo más sabio y sensato que un hombre o una mujer pueden hacer en esta vida, es
considerar el mensaje que ese mismo Dios ha dado a la humanidad. Así, Jesús dijo
a sus oyentes que “la palabra que habéis
oído no es mía, sino del Padre que me envió” (Juan 14:24) y que, “El
que tiene oídos para oír, oiga.” (Mateo 13:43).
Que hoy estés leyendo estas palabras no es casualidad. Intencionalmente me
he puesto a escribir este mensaje pensando en nuestra alma. Porque es el alma la
que puede ser redimida. Podemos ser rescatados de una vida vana para comenzar a
vivir una nueva vida en la que el gozo inefable y glorioso de la resurrección
de Cristo se vuelva una realidad ardiendo en nuestro corazón. Voy a citar las
palabras de un escritor para que veamos el contraste de esa “vida vana” y la
rebosante vida de fe a la que Cristo nos llama.
“Sin la conciencia deliberada de la resurrección
presente de Jesús, la vida no tiene sentido, toda actividad es inútil, todas
las relaciones son en vano. Separados del Cristo resucitado vivimos en un mundo
de misterio impenetrable y de absoluta oscuridad, en un mundo sin significado,
un mundo de fenómenos cambiantes, un mundo de muerte, peligro y oscuridad. Un
mundo de una futilidad inexplicable. Nada está interconectado. No hay nada que
valga la pena hacer porque nada perdura. Nada se ve más allá de las apariencias.
No se oye nada, excepto los ecos que mueren en el viento. Ningún amor puede
durar más que la emoción que lo produjo. Todo es sonido y furia sin significado
trascendente.” (Don Aelred Watkin, The Heart of the Wold”)
“Porque
si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no
resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe. Y
somos hallados falsos testigos de Dios; porque hemos testificado de Dios que él
resucitó a Cristo, al cual no resucitó, si en verdad los muertos no resucitan… Si los muertos no resucitan, comamos y
bebamos, porque mañana moriremos.” (1 Corintios 15:13-15; 32)
Una vida vana, no significa vivir una vida sin propósito ni valor. Significa
que estamos viviendo una vida en la cual todo lo que somos y hacemos terminará
en la tumba. Una vida en la que, aunque creamos en cierto “Dios”, nada en ella
se dispone para buscarlo, conocerlo y relacionarnos con Él. Por eso el mensaje
de Cristo nos confronta con el siguiente planteo: “Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere
su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mateo 16:26)
El llamado del evangelio contiene una invitación incomparable, donde
ninguna situación, circunstancia o condición humana puede ni podrá impedir que
recibas la promesa de la vida eterna que Dios mismo nos ha dado por medio de
Cristo Jesús. Vida eterna es precisamente lo que Jesús vino a darnos. Escuchemos
sus palabras: “―Yo soy el pan de vida
—declaró Jesús—. El que a mí viene nunca pasará hambre, y el que en mí cree
nunca más volverá a tener sed. Pero, como ya os dije, a pesar de que me habéis
visto, no creéis. Todos los que el Padre me da vendrán a mí; y al que a mí
viene, no lo rechazo. Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad,
sino la del que me envió. Y esta es la voluntad del que me envió: que no pierda
nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el día final. Porque la
voluntad de mi Padre es que todo el que reconozca al Hijo y crea en él tenga
vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final.” (Juan 6:35-40)
En la salvación que anuncia el evangelio, no sólo hallamos el perdón,
también somos rescatados de una vida vacía e intrascendente. La vida eterna es
una clase de vida que, a diferencia de la vida biológica, existe en íntima unidad
con Dios, que es la fuente de todo. A diferencia de la vida natural que todo
ser humano tiene por el solo hecho de nacer, la vida eterna es una vida que
está unida, espiritualmente (por el Espíritu), a Jesús, el autor y consumador
de la fe. Él es el Salvador que nos devuelve a la comunión con Dios el Padre[1].
De modo que aunque mañana podamos estar en una cama de hospital cercanos a la
muerte, o la enfermedad, la vejez y las pérdidas de esta vida nos hayan entristecido
y debilitado, y las cosas pierdan su atractivo, podamos decir con el gozo
interior de la convicción cristiana: “no
nos desanimamos. Al contrario, aunque por fuera nos vamos desgastando, por
dentro nos vamos renovando día tras día. Pues los sufrimientos ligeros y
efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más
que todo sufrimiento. Así que no nos fijamos en lo visible, sino en lo
invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es
eterno.” (2 Corintios 4:16-18)
Hay una vida a la que Cristo nos llama, la cual comienza en este tiempo
presente, pero no terminará jamás. Por el contrario, en la vida de fe, el
creyente toma consciencia de que todo lo que hacemos por Cristo, con Cristo y
para Cristo, no terminará en el olvido de un mundo sin Dios, sino, por el
contrario, añade desde ahora y para siempre, honra y gloria, gozo y alabanza,
al alma que dice amén a las siguientes palabras del apóstol Pablo: “Pues Dios
nos salvó y nos llamó para vivir una vida santa. No lo hizo porque lo
mereciéramos, sino porque ese era su plan desde antes del comienzo del tiempo,
para mostrarnos su gracia por medio de Cristo Jesús; y ahora todo esto él nos
lo ha hecho evidente mediante la venida de Cristo Jesús, nuestro Salvador.
Destruyó el poder de la muerte e iluminó el camino a la vida y a la
inmortalidad por medio de la Buena Noticia. Y Dios me eligió para que sea
predicador, apóstol y maestro de esta Buena Noticia. Por eso estoy sufriendo
aquí, en prisión; pero no me avergüenzo de ello, porque yo sé en quién he puesto mi confianza y estoy seguro de que él
es capaz de guardar lo que le he confiado hasta el día de su regreso.
Aférrate al modelo de la sana enseñanza que aprendiste de mí, un modelo formado
por la fe y el amor que tienes en Cristo Jesús. Mediante el poder del Espíritu
Santo, quien vive en nosotros, guarda con sumo cuidado la preciosa verdad que se
te confió.” (2 Timoteo 1:9-14 NTV)
No es posible creer sinceramente en la verdad de este testimonio sin que
los cimientos mismos de todo nuestro ser sean conmovidos e impulsados a buscar
más del Jesús que dijo: “Yo soy la
resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá aun después de haber muerto.”
(Juan 11:25)
Que cada día podamos elevar nuestra alma al Señor de la gloria, el gran
Pastor de las almas llamadas a la eternidad de Dios. Amén.
Te invito a que leas y medites el Salmo 25.
Dios te bendiga
N.M.G.
[1] 21 Pero ahora, sin la mediación de la ley, se ha
manifestado la justicia de Dios, de la que dan testimonio la ley y los
profetas. 22 Esta justicia de Dios llega, mediante la fe en Jesucristo, a todos
los que creen. De hecho, no hay distinción, 23 pues todos han pecado y están
privados de la gloria de Dios, 24 pero por su gracia son justificados
gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús efectuó.[h] 25 Dios lo
ofreció como un sacrificio de expiación[i] que se recibe por la fe en su
sangre, para demostrar así su justicia. Anteriormente, en su paciencia, Dios
había pasado por alto los pecados; 26 pero en el tiempo presente ha ofrecido a
Jesucristo para manifestar su justicia. De este modo, Dios es justo y, a la
vez, el que justifica a los que tienen fe en Jesús. 27 ¿Dónde, pues, está la
jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál principio? ¿Por el de la observancia de la
ley? No, sino por el de la fe.” (Romanos 3:21-27)
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