Comparto un pasaje de un profundo escritor en cuyos libros se puede reconocer el Espíritu de Dios moldeando la mente y el corazón de un creyente. Este pasaje escogido nos introduce en una reflexión impostergable, en la que somos confrontados con la realidad y la fantasía.
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"... Un rasgo imponderable de la psique humana es su capacidad de
hacer juicios irracionales acerca de las inversiones humanas que valgan la pena
junto con su negativa a ver la vida a la luz de la eternidad. Ya sea que se
trate de la grandiosidad del adicto, el sentido de su propia importancia del
adicto al trabajo, el interés propio de un magnate de cine o la autoabsorción
de la persona promedio en sus propios planes y proyectos, todos colaboran para
tejer la fantasía de la invencibilidad, o lo que Hernest Becker llama “la
negación de la muerte”.
De todos los libros y todos los sermones predicados sobre la
muerte, ni uno solo ha venido de una experiencia de primera mano. Sí, ninguno
de nosotros tiene dudas intelectuales acerca de la inevitabilidad de la muerte.
El testimonio mudo de nuestros antepasados nos dice que negar que la muerte
llegará algún día es literalmente fantástico.
No obstante, entre los creyentes la profunda consciencia de la muerte es una
rareza. Para algunos, el velo entre la realidad presente y la eternidad es la
mortaja de la ciencia; la muerte es simplemente la última enfermedad que espera
ser conquistada por la medicina. Para otros, su visión está representada por un
médico en una respetada revista de medicina: “En mi opinión la muerte es un
insulto; lo más estúpido, lo más feo que le puede suceder a un ser humano”, y,
por tanto, una interrupción cruel y no deseada que es mejor ignorar. Para
muchos, la separación de los seres queridos es muy dolorosa. Tal vez para la
mayoría de nosotros, el ritmo frenético de la vida y de las demandas inmediatas
del momento presente no nos dejan tiempo, excepto por una reflexión fugaz en
los funerales, para contemplar seriamente de dónde venimos y hacia dónde vamos.
San Benito, fundador del monaquismo occidental, ofrece el
sensato consejo de “mantener nuestra propia muerte ante nuestros ojos cada día”.
No es una recomendación para la morbilidad sino un desafío para la fe y la
fortaleza. Hasta que lleguemos a un acuerdo con este hecho primordial de la
vida, como lo ha señalado Parker Palmer, no puede haber espiritualidad de la
que valga la pena hablar.
Yo doy vueltas entre el miedo y la anticipación de la muerte.
Le tengo más miedo a la muerte cuando le tengo más miedo a la vida. Cuando
estoy consciente y seguro de saberme amado y cuando estoy alerta a la
resurrección presente de Jesús, puedo enfrentar la muerte con coraje. Pablo
alardeaba de que la vida, por supuesto, significa Cristo, y la muerte es un
premio que debemos ganar (Filipenses 1:21), que se convierte en algo propio.
Sin temor puedo reconocer que la auténtica tensión cristiana no es entre la
vida y la muerte, sino entre la vida y la vida. Yo afirmo dichoso las palabras
del gran Rabí en la víspera de su muerte: “Porque
yo vivo, también vivirán ustedes” (Juan 14:19). Por encima de todo, cuando
Él me abraza en silencio contra su corazón, puedo incluso aceptar el terror del
abandono.
Pero cuando la noche es más oscura y el impostor corre fuera
de control, y yo estoy pensando en todo lo bueno que he hecho, y en lo
necesario que soy, y en cuan seguro me siento en la afirmación de los demás, y
en el extraordinario jugador en el que me he convertido para la religión, y en
cuánto me merezco unas vacaciones exóticas, y en lo orgullosa que está mi
familia de mí, y en cuan glorioso parece mi futuro… de repente, como una niebla
que se levanta en el campo, me encuentro envuelto en pensamientos de muerte.
Entonces tengo miedo. Yo sé que detrás de todos mis lemas cristianos y mis
conversaciones acerca de la resurrección, se esconde un hombre muy asustado. En
el trance de mi ensueño, estoy aislado y solo. Me he unido al elenco de
jugadores de Robert Altman. Al igual que un fugitivo interno de un asilo, he
escapado a la fantasía de la invencibilidad. (…)
La negación de la muerte no es una opción saludable para un
discípulo de Jesús. Tampoco lo es el pesimismo de cara a los problemas de hoy.
El cambio significativo en las prioridades que viene a través de vivir
veinticuatro horas a la vez no es una mera resignación a lo que sabemos que no
se puede cambiar. Mi vida en el enfrentamiento con las pruebas y las
tribulaciones no es una pasividad estoica. Mi desafiante no a la desesperación frente a la muerte y al final de mi vida, y
mi firme sí a la vida y a los
problemas aparentemente insuperables en medio de mi vida son a la vez animados
por la esperanza y el poder invencible del Jesús resucitado y en “cuan incomparable es la grandeza de su
poder a favor de los que creemos” (Efesios 1:19).
No somos amedrentados para ser tímidos con la muerte y la
vida. Si fuésemos obligados a confiar en nuestros propios y desgastados
recursos seríamos personas lamentables, por cierto. Pero la conciencia de la
resurrección presente de Cristo nos convence de que nos mantenemos a flote y
que seguimos adelante por una vida más grande que la nuestra. La esperanza
significa que en Cristo, confiándonos a Él, podemos afrontar con valentía el
mal, aceptar nuestra propia necesidad de una mayor conversión, enfrentar la
falta de amor de los demás y todo el legado del pecado en el mundo que nos
rodea y en nuestra propia herencia. Entonces podemos hacerle frente a la muerte
al igual que podemos hacerle frente a la vida y la gigantesca tarea que tenemos
ante nosotros, la que Pablo describe como “hacer morir nuestros malos deseos y
avaricia” (ver Colosenses 3:5).
El Cristo en nuestro interior, que es nuestra esperanza de
gloria, no es una cuestión de debate teológico o de especulación filosófica. Él
no es un pasatiempo, un proyecto a tiempo parcial, un buen tema para un libro o
un último recurso cuando todo el esfuerzo humano falla. Él es nuestra vida, el
hecho más real acerca de nosotros. Él es el poder y la sabiduría de Dios que
habita en nosotros.
William Johnston es un maestro anciano, reflexivo y sabio de
la Universidad de Sophia en Tokio. En una carta dirigida a un joven colega que
estaba a punto de abrir un centro de oración, él dijo como si gritara: “Nunca
destierre la idea de la muerte de su conciencia”. Para aquellas almas valientes
que anhelan renunciar a la fantasía por una vida de fortaleza, yo añadiría: “Nunca
destierre deliberadamente la conciencia de la resurrección presente de Cristo,
y cuando termine de leer este capítulo, por un momento, escuche los latidos del
corazón del Rabí.
("El Inspostor que vive en mí" pp. 185-190, de Brennan Manning).
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