El apóstol Pablo cristalizó en
las páginas perennes de la Escritura la siguiente afirmación: “agradó a Dios
salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor. 1:20), y luego
añadirá “nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para
los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de
Dios. Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los
hombres.” (vv. 23-25)
Predicamos el sacrificio de
Cristo, no el de algún apóstol, mártir, profeta, mucho menos alguno que se nos
demande. Todo el costo de la salvación fue pagado en la cruz. De allí que el
Señor dijo con sus últimas palabras: “Consumado es” (Juan 19:30).
El haber ganado las almas de los
redimidos por Dios y para Dios, fue el logro absoluto y exclusivo de nuestro
Señor y Salvador, Jesucristo. Así lo enseña la Escritura al decir en el capítulo
10 de la carta a los Hebreos:
“Sacrificio y
ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron
(las cuales cosas se ofrecen según la ley), y diciendo luego: He aquí que
vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad; quita lo primero, para establecer esto
último. En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de
Jesucristo hecha una vez para siempre. (vv.8-10) “… Cristo,
habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados,
se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus
enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.”
(vv. 12-14)
Todo el costo
de nuestro perdón, el precio de nuestra paz, la exigencia de nuestra
reconciliación fue pagado por el Señor mismo, con su propia sangre, por
completo: “Pues ustedes saben que Dios pagó un rescate para salvarlos de la
vida vacía que heredaron de sus antepasados. No fue pagado con oro ni plata,
los cuales pierden su valor, sino que fue con la preciosa sangre de Cristo, el
Cordero de Dios, que no tiene pecado ni mancha. Dios lo eligió como el rescate
por ustedes mucho antes de que comenzara el mundo, pero ahora en estos últimos
días él ha sido revelado por el bien de ustedes.” (1 Pedro 1:18-20 NTV)
La locura de
la predicación nos dice que gracias a que Jesús puso su vida en expiación por
nuestras almas, quienes creemos tenemos acceso a la mayor de las bendiciones:
la gracia inmerecida de la vida eterna. No hay mayor regalo, ni ganancia, ni
logro, ni felicidad, que esta: la vida en el reino de Dios y de Cristo, para
siempre. Véase Juan 10:11-17.
De tan
inconmensurable don se nos dice: “Porque
por gracia son salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de
Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.” (Efesios 2:8-9)
Creer no conlleva
ningún sacrificio, no tiene ningún mérito, ninguna gloria. Es el poner nuestra
vida en manos de Dios, de modo que podamos descansar por completo en la gracia
provista por medio de la obra del Evangelio de Jesucristo.
Por lo tanto se nos dice que:
“la gracia de Dios se ha manifestado para
salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad
y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente,
aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo,
quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y
purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.” (Tito 2:11-14)
“Pero
cuando se manifestó la bondad de Dios
nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino
por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la
renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por
Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 3:4-6)
“Por tanto, ceñid los lomos de
vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad
por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado”
(1 Pedro 1:13)
Y tenemos el ejemplo máximo de este esperar por completo en la gracia gratuita de la salvación alcanzada por nuestro Salvador en el testimonio de la Escritura, cuando vemos al Señor y el condenado a muerte a su lado, cuando este le dijo:
"Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo. Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso." (Lucas 23:41-43)
Ese miserable hombre anónimo, justamente condenado a muerte (¡eso es lo que merecían sus obras!), recibió sin mayor esfuerzo que el de haber creído en el Rey y haber confiado en Su regreso, la seguridad de la salvación: "De cierto te digo" ("Te aseguro"). Tal promesa descansa únicamente en el poder de Jesucristo y los méritos de su muerte, de modo que como está escrito:
"al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia." (Romanos 4:5).
Por lo tanto está escrito que Cristo: "...puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos." (Hebreos 7:25)
"al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia." (Romanos 4:5).
Por lo tanto está escrito que Cristo: "...puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos." (Hebreos 7:25)
Amén.
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