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Cómo tener un corazón limpio (II)

 


“... el Señor le dijo... No se trata de lo que el hombre ve; pues el hombre se fija en las apariencias, pero yo me fijo en el corazón.” (1 Samuel 16:7) 

                        Si pudiéramos ver todas las cosas, como Dios las ve, conociendo la verdad del derecho y del revés, con infalible omnisciencia y saber, comprenderíamos que las grandes advertencias del día del Juicio, jamás han tenido un ápice de exageración. No por casualidad, los salmos, los profetas, los apóstoles, y más que ningún otro, el propio Señor Jesús, llamó a considerar la ira  que caerá "sobre todo ser humano que hace lo malo" (Ro. 2:10)

El punto crucial, está en enfrentarnos a la verdad delante de la cual, cada uno de nosotros, oirá decir: “eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo”(Ro. 2:1).

Es esta acusación en contra de todo ser humano por la que el apóstol Pablo responde la pregunta ¿Somos nosotros mejores que ellos? Diciendo: “En ninguna manera; pues ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado.” (Ro. 3:9)

El pecado es un mal que está en nosotros (en nuestro corazón, ver Marcos 7:21-22), y sus efectos son tratados en el capítulo 7 de la misma carta a los Romanos, donde leemos la experiencia humana que descubre que,… no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí.” (vv. 20-21).

La sinceridad del apóstol es tan profunda como su conocimiento de la gracia de Cristo y de sí mismo, de modo que puede decir sin mentir: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.” (v. 24-25). 

Pablo comienza planteando “el justo juicio de Dios” en el cual Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres(Ro. 2:16). Es este juicio lo que fundamenta esta predicación del evangelio para salvación a todo aquel que cree (Ro. 1:16). Ahora bien, para la gente notablemente inmoral (como las rameras y publicanos que usara de ejemplo el Señor), es fácil admitir su necesidad de perdón, el problema surge con la gente que, cae en el antiguo proverbio: “Todo camino del hombre es recto en su propia opinión; Pero Jehová pesa los corazones.” (Prov. 21:2)

Es fácil sentir el peso del pecado cuando hemos matado, defraudado, traicionado o cometido actos evidentemente malos. Pero ¿qué pasa con la avaricia, la envidia, el orgullo, la apatía hacia los necesitados, la falta de perdón, los actos sexuales ocultos, y cosas semejantes a estas?

La gran división que podemos notar en los evangelios, no es entre buenos y malos, sino entre pecadores e hipócritas, siendo estos últimos de quienes Cristo puso al descubierto su lado oculto al decir: “Por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre.” (Mateo 23:27).

La gente moralmente correcta es la que más difícilmente verá los pecados que alberga su orgulloso corazón (que cuanto más orgulloso más ciego, ver Ap. 3:17), del que Dios declara en la Escritura: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras.” (Jeremías 17:9-10)

Es notable la conexión de este pasaje, con la Escritura que declara que Dios: “pesa los corazones” en relación al juicio sobre la rectitud de las personas, quienes piensan que sus caminos “son limpios en su propia opinión” (ver Prov. 16:2 y 21:2). Asimismo, Pablo en el capítulo 2 de la carta a los Romanos nos muestra que Dios “pagará a cada uno conforme a sus obras” (2:6).

Es evidente que el juicio tiene como sentencia fundamental y final, el declarar a una persona culpable o inocente, justa o injusta. Luego, la realidad a la que nos confronta la Palabra es que “por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él (Dios); porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Ro. 3:20).

Resulta claro que si todos somos pecadores, como la Escritura lo declara (y como la experiencia nos lo demuestra), la sentencia que recae sobre todo ser humano que sea juzgado en base a sus obras, es: culpable (ver Ap. 20:11-15).

El problema de algunos es que confían en sí mismos como justos, a ellos ya vimos lo que el Señor tiene para decirles en Lucas 18:9-12.

Entonces, es necesario que todos admitamos la verdad, conforme a la cual el apóstol Juan escribió “Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros” (1 Juan 1:10).

Si una persona reconoce su pecado, entonces puede admitir su necesidad de perdón, lo cual abre el camino a la reconciliación con Dios, reconciliación que, es imposible de lograr fuera de Cristo, porque sólo Él fue quien se entregó para “salvar a lo que se había perdido”, pagando el precio de nuestra redención (Juan 19:30, Gál. 2:20).

“Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.” (2 Corintios 5:20-21)

Insistir en estas cosas es de vital importancia, porque es el presupuesto del mensaje de la cruz, que, si bien es despreciado por quienes se pierden (1 Cor. 1:18), para los que creemos, “Cristo Jesús,… nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención; para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor.” (1 Cor. 1:30-31)

El que se gloría en Cristo tiene qué responder a los que “se glorían en las apariencias y no en el corazón” (2 Cor. 5:12), porque “al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia. Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, Y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado.” (Ro. 4:5-8)

La apariencia será despreciada en el día del Juicio (Sal. 73-19-20), y toda alma quedará expuesta y desnuda “a los ojos de aquel a quien tenemos de dar cuenta” (Hebreos 4:13). Y como señalamos en la primera parte de este tema, “¿quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, Limpio estoy de mi pecado?” (Prov. 20:9).

Por esa razón, el evangelio es antecedido por el anuncio del juicio de Dios, de modo que cuando un pecador se arrepiente, podrá ver el amor con que el Padre celestial le ha rescatado, teniendo, desde ahora, paz con Dios por medio de Cristo (Ro. 5:1) y pueda elevar junto a todos los santos, la preciosa alabanza que proclama:

                         “¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. 8:31-34)  

La muerte de la humanidad, fue la consecuencia de la violación de un mandato dado por Dios en Edén, a los representantes de nuestra raza, siendo evidente que la trasgresión a su mandamiento ha visto cumplirse inexorablemente la sentencia: “morirás” (Gén. 2:17). Hoy, estamos ante un nuevo mandamiento, que nos llama a recibir el evangelio de Jesucristo, quien “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Ro. 4:25), a la vez que la sentencia del juicio que vendrá en relación a Él, ya ha sido revelada:

                        “El que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos. Y lo que vio y oyó, esto testifica; y nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio, este atestigua que Dios es veraz. Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida. El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.” (Juan 3:31-36)

                        "Así que, no los temáis; porque nada hay encubierto, que no haya de ser manifestado; ni oculto, que no haya de saberse. Lo que os digo en tinieblas, decidlo en la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde las azoteas. Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno." (Mateo 10:26-28)

                        “Y saldrán, y verán los cadáveres de los hombres que se rebelaron contra mí; porque su gusano nunca morirá, ni su fuego se apagará, y serán abominables a todo hombre.” (Isaías 66:24)

                        “No podemos imaginar el poder del Todopoderoso, y sin embargo, él es tan justo y misericordioso que no nos destruye. Él no toma en cuenta a los que se creen sabios; por eso le temen los mortales.” (Job 37:23-24)

                        “Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios. La voz de Jehová clama a la ciudad; es sabio temer a tu nombre. Prestad atención al castigo, y a quien lo establece.” (Miqueas 6:8-9).

Mi deseo y oración a Dios es que reconozcas tu necesidad, confieses tu pobreza moral, y creas la buena noticia de Cristo, el Salvador de todos los que confían en Él, a quienes se nos hizo las siguientes promesas: “Les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes. Les quitaré ese terco corazón de piedra y les daré un corazón tierno y receptivo.” (Ez. 36:26). Y “todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (Jer. 31:34).

Amén.

N.M.G.

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