Justos e Injustos
"Así que cambia la actitud de tu corazón y deja de ser terco. » Pues el Señor tu Dios es Dios de dioses y Señor de señores. Él es el gran Dios, poderoso e imponente, que no muestra parcialidad y no acepta sobornos” (Deuteronomio 10:16-17)
En primer lugar, vamos a hablar de la justicia práctica. O sea,
no ya del sentido de justicia como
resultado de un juicio de valor que
determina si algo es justo o injusto, bueno o malo, sino del grado de justicia que puede atribuirse a
una persona en particular.
Para
esto adelantemos la máxima: “No hay justo,
ni aún uno”, conforme declara la Escritura, lo cual se corresponde con el
absoluto: “todos están bajo pecado”
(Ro. 3:9).
El
pecado es, en esencia, una injusticia, por eso el apóstol Juan
escribió: “toda injusticia es pecado”
(1 Juan 5:17). Y la injusticia es en
esencia la desobediencia contra quien sutenta, define y determina una ley justa, que
en el caso de la humanidad, en su totalidad, es Dios. Por lo cual está
escrito: “Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; Cetro de justicia es el cetro de tu reino” (Salmos 45:6). Y también
que “cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de
la ley, estos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus
corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles
sus razonamientos” (Ro. 2:14-15).
En
vista de lo anterior, podemos decir que, cometemos injusticias, porque somos transgresores
de mandamientos externos, pero también de normas morales que por naturaleza
llevamos “escritas en nuestros corazones”, o sea, de las que somos conscientes
por experiencia y sin necesidad de una ley externa.
Ahora
preguntemos, ¿cuál es la mayor
transgresión que un ser humano puede cometer? La lógica nos enseña, que ha
de ser la que se comete contra la mayor autoridad, que es Dios. El pecado de
Adán y Eva, cometido contra el mandato directo de Dios mismo, fue lo que nos
destituyó como raza de criaturas que, desde entonces, no sólo sufre las
consecuencias de haber tomado una elección contraria a la voluntad de Dios (“no comerás” Gn. 2:17), sino que, además,
carga desde entonces con el peso de la
elección moral, como dice la Escritura: “Y dijo Jehová Dios: He aquí el
hombre es como uno de nosotros, sabiendo
el bien y el mal” (Génesis 3:22).
Este conocimiento del bien y el mal, nos dio autonomía, palabra que viene de, auto, “uno mismo”, y nomia, “norma” o “ley”. O sea, toda elección moral (la que responde a “se debe” o “no se debe”, “debo” o “no debo”, hacer) ahora recae sobre la criatura, independizada de su Creador. Esto, claramente, es el resultado de haber sido separados de Dios (la exclusión del Edén, prefigura de la muerte espiritual: “ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre. Y lo sacó Jehová del huerto de Edén” Gn. 3:22-23), y su resultado nefasto, “maldita será la tierra por tu causa” (Gn. 3:17). Así fue como, desde entonces, nos convertimos en los agentes morales de todas las injusticias y maldades que el mundo sufre, desde el asesinato de Abel hasta nuestros días, en que nos encontramos “atestados de toda injusticia” (Ro. 1:29).
Claramente,
es el hombre, y no su Creador, el origen de nuestra “autonomía" para
llevar una vida vivida sin sujetarnos a los designios del Señor, sino a los de
nuestros deseos y pasiones que nos llevan a hacer “la voluntad de la carne y de
los pensamientos, (siendo) por naturaleza hijos de ira” (Efesios 2:3). Y la
consecuencia de esa separación es estar “muertos en nuestros delitos y pecados”
que es el resultado de ser “hijos de desobediencia” (Ef. 2:2).
Sobre
este punto, hay una reflexión que podemos hacer. Una es que Dios como fuente de
todo lo bueno, puro, honesto, verdadero, y justo, no se equivoca, no hay
ninguna tinieblas en Él, y como Legislador y Juez justo, nunca nos mandaría a
hacer lo malo o a abrazar la maldad. Y si la razón nos permite reconocer que la
Ley de Dios revela “la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro.
12:2), alejarnos de su voluntad soberana, es descender hacia nuestra propia necedad
y miseria. Así, todos los extremos morales nos muestran que Dios está en lo
alto, lo puro, lo justo, de manera absoluta, y el resto de las criaturas nos
encontramos lejos de su gloria, en mayor o menor medida, pero lejos “por
naturaleza” (relacionar 2 Pedro 1:3-4, Prov. 13:14, 15:24).
Ahora,
a diferencia de los “hijos de desobediencia”, se ha manifestado “el Hijo de obediencia”, y esa gloria que vemos en el Hijo, es una gloria moral:
“He
aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu
voluntad, Como en el rollo del libro está escrito de mí.”
(Hebreos 10:7)
Jesús
es el único Santo (Ap. 15:4), en quien no se halló pecado ni engaño alguno en
sus labios (1 Pedro 2:22), el Único “cuya
obra es perfecta, Porque todos sus caminos son rectitud; Dios de verdad, y sin
ninguna iniquidad en él; Es justo y
recto” (Deuteronomio 32:4); el Único que “siendo en forma de Dios”, no
estimó el ser igual a Dios, sino que se despojó de esa gloria (Juan 17:5), y se
humilló hasta lo sumo, por amor, para rescatar a los desobedientes, con su
obediencia perfecta (conf. Ro. 5:19, 1 Tim. 2:6), por lo que leemos que: “… Cristo, en los
días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al
que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Y
aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió
la obediencia; y habiendo sido
perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:7-9)
Cristo
fue perfeccionado en el sentido de
que “fue declarado por Dios sumo
sacerdote según el orden de Melquisedec” (v.10). Y este Sumo Sacerdote “por
cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los
que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.”
(Hebreos 7:24-25)
Como
dice la Escritura: “el justo por los injustos para llevarnos a Dios” (1 Pedro
3:18).
He
subrayado el versículo 9 de Hebreos 5, para que notemos que es la obediencia la que, al igual que en el
Edén, sigue siendo esencial en la relación con el único Dios vivo y verdadero.
De hecho, el acto de obediencia que
demanda la predicación de la Palabra de Dios, también se menciona con respecto
“a la fe” (Ro. 1:5), “al evangelio”
(Ro. 10:16; 2 Tes. 1:8, 1 Pedro 4:17), a
Dios (Hechos 5:32) y “a la verdad”
(Ro. 2:8).
Y
también notemos que la obediencia sigue siendo un requisito aun mayor para
aquellos que invocamos a Dios por Padre, ya que, tal como escribió el apóstol
Pedro, el Padre “sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno”, por
lo tanto debemos conducirnos “en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación”. En igual sentido enseñó el apóstol Pablo: “aunque
erais esclavos del pecado, habéis
obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis
entregados; y libertados del pecado, vinisteis
a ser siervos de la justicia” (Ro. 6:17-18)
En
este punto, debemos recordar lo que dice la Escritura en Romanos 3:20: “por las
obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”.
Claramente, podemos entender que cuando hablamos de justos e injustos, como el
Señor mismo se refirió al decir: “… vuestro Padre que está en los cielos, que
hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e
injustos” (Mateo 5:45), hablamos de una comparación entre personas destituidas
de la gloria del Santo, pero que en nuestro nivel caído, podemos vivir
diferentes grados de justicia. De hecho, el llamado a ser perfectos como
vuestro Padre que está en los cielos, es un llamado a crecer hacia un mayor
grado de justicia y bondad, pero que nunca llegará al nivel de perfección
absoluta que sólo Cristo guardó.
Por
eso, el pasaje citado señala que es delante
de Dios ante quien ninguno puede justificarse, es decir, alcanzar un
veredicto de ser “justo”, en base a su propia justicia, que es aquella que se
logra cumpliendo “toda la ley”. "Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero
ofendiere en un punto, se hace culpable de todos.” (Santiago 2:10).
Pero
gracias a Dios “así como por la
desobediencia de un hombre los muchos fueron
constituidos pecadores, así también por
la obediencia de uno, los muchos serán
constituidos justos.” (Ro. 5:19)
Esto nos lleva de nuevo a una situación paralela a la de Génesis, en la que Dios mandó una sola cosa al ser humano. Ahora, quitando la ley de Moisés (como cuando quitó los delantales de hojas de higuera) nos manda vestirnos con la justicia alcanzada por la Víctima inocente que Dios mismo proveyó (preanunciada desde Génesis) quien murió en nuestro lugar, “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29), destinado desde antes de su fundación.
Continuando con la justicia práctica, vemos que los cristianos, nos distinguimos de toda religión, o sistema moral humano, en que “no tenemos confianza en la carne”, como enseña el apóstol Pablo (Filipenses 3:3). ¿Qué significa esto? Que nuestra justicia proviene de la justificación con que somos justos delante de Dios en Cristo, y no de nuestras buenas obras. Así se enseña con total claridad en Romanos 3:20-26
“… ya que por las obras de la ley
ningún ser humano será justificado
delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado. 21
Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; 22 la justicia de Dios por medio de la fe en
Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, 23
por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, 24 siendo justificados gratuitamente por su
gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, 25 a quien Dios puso
como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia,
a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, 26 con
la mira de manifestar en este tiempo su
justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe
de Jesús.”
Vemos
con claridad que “somos salvos por gracia, no por obras, para que nadie se
gloríe” (Efesios 2). Vemos esto mismo en las palabras de Pablo a los
filipenses: “nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a
Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no
teniendo confianza en la carne.”
Nos
gloriamos en Cristo Jesús, no en nuestros méritos humanos.
Veamos
como lo vuelve a expresar Pablo en su carta a los corintios: “nosotros
predicamos a Cristo crucificado,
para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como
griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios. Porque lo insensato de Dios
es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la
carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo
débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió
Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en
su presencia. Mas por él estáis vosotros
en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación,
santificación y redención; para que, como está escrito: El que se gloría,
gloríese en el Señor.” (1 Cor. 1:23-31)
“Cristo crucificado”
Predicar
al Mesías crucificado es declarar el fracaso humano delante de Dios, habiendo
demostrado su imposibilidad de guardar la Ley. En tal sentido, el Señor mismo
les decía a los religiosos moralistas de sus días: “¿No os dio Moisés la ley, y ninguno de vosotros cumple la ley?” (Juan
7:19), y a esos mismos judíos también les advirtió: “Vosotros sois de abajo, yo
soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso os
dije que moriréis en vuestros pecados; porque si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis.” (Juan
8:23-24). Esto mismo enseña el apóstol del Señor en la carta a los romanos “Porque
el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz.
Por cuanto los designios de la carne son
enemistad contra Dios; porque no se
sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios.” (Ro.
8:6-8)
La
distinción es clara: la carne frente al espíritu (Gálatas 5:17), así, el Señor
confronta las pretensiones “de la carne” de Nicodemo y le declara: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y
lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6) señalándole que sólo
quien nace del Espíritu puede ver y entrar en el reino de Dios.
Esta
tajante distinción hecha por el propio Señor, pone en evidencia la
imposibilidad humana de ganar el favor de Dios por medio de nuestros méritos carnales, ya que “los que viven según la carne no pueden agradar a Dios”. Porque cuando hablamos de derechos (salario vs gracia), la Justicia demanda cumplir una Ley, a la vez que su incumplimiento nos quita el derecho a
reclamar el agrado, aprobación o "salario"; dicho en otras palabras, nos declara injustos.
¿Quién podría reclamar a Dios su derecho a ser librado de la condenación del pecado? ¿Quién podría ser declarado justo según la ley del Altísimo?
Sólo quien viviera toda una vida sin pecar, o en otras palabras, quien haya
tenido una vida de obediencia perfecta a Dios y todos sus mandamientos. Pero ante esto, la
Escritura nos interpela:
“El rey que se sienta en el trono de
juicio, Con su mirar disipa todo mal.
¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi
corazón, Limpio estoy de mi pecado?” (Prov. 20:8-9).
Así,
vemos que aunque no haya nadie que pueda decir que está libre de pecado, la
buena nueva declara que “el justo por la
fe, vivirá”, porque “en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y
para fe” (Ro. 1:17). Y esa revelación nos muestra “la bondad de Dios nuestro
Salvador, y su amor para con los hombres, (quien) nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino
por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación
en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo
nuestro Salvador” (Tito 3:4-6)
Esta
regeneración es el nuevo nacimiento del que le habló el Señor a Nicodemo, y del
que también el apóstol Pedro enseñó en estas otras palabras: “Habiendo
purificado vuestras almas por la
obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no
fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro; siendo renacidos, no de simiente
corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y
permanece para siempre. Porque:
Toda
carne es como hierba,
Y
toda la gloria del hombre como flor de la hierba.
La
hierba se seca, y la flor se cae;
Mas la palabra del Señor permanece para siempre.
Y esta es la palabra que por el evangelio os
ha sido anunciada.” (1 Pedro 1:22-25)
Finalmente,
con todo esto en mente, podemos ver la importancia de no avergonzarnos del evangelio de la justicia por medio del que murió rechazado y ejecutado en una cruz, la
cual es “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree”. Esta es la afirmación
que aun los fariseos que creyeron en Jesús no confesaban, “porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de
Dios” (Juan 12:43). Claramente, el problema está en que la cruz, es la declaración final de la condena al ser humano y el
pecado que mora en él haciéndolo un miserable mortal bajo condenación (Ro.
7:21-25), de modo que abrazar cualquier otro sistema de justicia humana, es
desechar la gracia de Dios; “pues si por la ley fuese la justicia, entonces por
demás murió Cristo” (Gálatas 2:21).
Tarde
o temprano todo hombre sabrá que él no es autosuficiente, que sus fuerzas no
alcanzan, y que su propia justicia está llena de injusticias. Entonces, con
humildad, podrá someterse al único que sí puede salvarlo de sí mismo.
"Cristo en ustedes, la esperanza de gloria" (Col. 127).
Amén.
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