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Cómo tener un corazón limpio (I)

 Justos e Injustos


"Así que cambia la actitud de tu corazón y deja de ser terco. » Pues el Señor tu Dios es Dios de dioses y Señor de señores. Él es el gran Dios, poderoso e imponente, que no muestra parcialidad y no acepta sobornos” (Deuteronomio 10:16-17)

“Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia. Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras,” (Romanos 4:4-6)

            

       En primer lugar, vamos a hablar de la justicia práctica. O sea, no ya del sentido de justicia como resultado de un juicio de valor que determina si algo es justo o injusto, bueno o malo, sino del grado de justicia que puede atribuirse a una persona en particular.

Para esto adelantemos la máxima: “No hay justo, ni aún uno”, conforme declara la Escritura, lo cual se corresponde con el absoluto: “todos están bajo pecado” (Ro. 3:9).

El pecado es, en esencia, una injusticia, por eso el apóstol Juan escribió: “toda injusticia es pecado” (1 Juan 5:17). Y la injusticia es en esencia la desobediencia contra quien sutenta, define y determina una ley justa, que en el caso de la humanidad, en su totalidad, es Dios. Por lo cual está escrito: “Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; Cetro de justicia es el cetro de tu reino” (Salmos 45:6). Y también que “cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, estos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos” (Ro. 2:14-15).

En vista de lo anterior, podemos decir que, cometemos injusticias, porque somos transgresores de mandamientos externos, pero también de normas morales que por naturaleza llevamos “escritas en nuestros corazones”, o sea, de las que somos conscientes por experiencia y sin necesidad de una ley externa.

Ahora preguntemos, ¿cuál es la mayor transgresión que un ser humano puede cometer? La lógica nos enseña, que ha de ser la que se comete contra la mayor autoridad, que es Dios. El pecado de Adán y Eva, cometido contra el mandato directo de Dios mismo, fue lo que nos destituyó como raza de criaturas que, desde entonces, no sólo sufre las consecuencias de haber tomado una elección contraria a la voluntad de Dios (“no comerás” Gn. 2:17), sino que, además, carga desde entonces con el peso de la elección moral, como dice la Escritura: “Y dijo Jehová Dios: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:22).

Este conocimiento del bien y el mal, nos dio autonomía, palabra que viene de, auto, “uno mismo”, y nomia, “norma” o “ley”. O sea, toda elección moral (la que responde a “se debe” o “no se debe”, “debo” o “no debo”, hacer) ahora recae sobre la criatura, independizada de su Creador. Esto, claramente, es el resultado de haber sido separados de Dios (la exclusión del Edén, prefigura de la muerte espiritual: “ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre. Y lo sacó Jehová del huerto de Edén” Gn. 3:22-23), y su resultado  nefasto, “maldita será la tierra por tu causa” (Gn. 3:17). Así fue como, desde entonces, nos convertimos en los agentes morales de todas las injusticias y maldades que el mundo sufre, desde el asesinato de Abel hasta nuestros días, en que nos encontramos “atestados de toda injusticia(Ro. 1:29).

Claramente, es el hombre, y no su Creador, el origen de nuestra “autonomía" para llevar una vida vivida sin sujetarnos a los designios del Señor, sino a los de nuestros deseos y pasiones que nos llevan a hacer “la voluntad de la carne y de los pensamientos, (siendo) por naturaleza hijos de ira” (Efesios 2:3). Y la consecuencia de esa separación es estar “muertos en nuestros delitos y pecados” que es el resultado de ser “hijos de desobediencia” (Ef. 2:2).

Sobre este punto, hay una reflexión que podemos hacer. Una es que Dios como fuente de todo lo bueno, puro, honesto, verdadero, y justo, no se equivoca, no hay ninguna tinieblas en Él, y como Legislador y Juez justo, nunca nos mandaría a hacer lo malo o a abrazar la maldad. Y si la razón nos permite reconocer que la Ley de Dios revela “la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro. 12:2), alejarnos de su voluntad soberana, es descender hacia nuestra propia necedad y miseria. Así, todos los extremos morales nos muestran que Dios está en lo alto, lo puro, lo justo, de manera absoluta, y el resto de las criaturas nos encontramos lejos de su gloria, en mayor o menor medida, pero lejos “por naturaleza” (relacionar 2 Pedro 1:3-4, Prov. 13:14, 15:24).

Ahora, a diferencia de los “hijos de desobediencia”, se ha manifestado “el Hijo de obediencia”, y esa gloria que vemos en el Hijo, es una gloria moral:

            “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, Como en el rollo del libro está escrito de mí.” (Hebreos 10:7)

Jesús es el único Santo (Ap. 15:4), en quien no se halló pecado ni engaño alguno en sus labios (1 Pedro 2:22), el Único “cuya obra es perfecta, Porque todos sus caminos son rectitud; Dios de verdad, y sin ninguna iniquidad en él; Es justo y recto (Deuteronomio 32:4); el Único que “siendo en forma de Dios”, no estimó el ser igual a Dios, sino que se despojó de esa gloria (Juan 17:5), y se humilló hasta lo sumo, por amor, para rescatar a los desobedientes, con su obediencia perfecta (conf. Ro. 5:19, 1 Tim. 2:6), por lo que leemos que: “… Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:7-9)

Cristo fue perfeccionado en el sentido de que “fue declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec” (v.10). Y este Sumo Sacerdote “por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” (Hebreos 7:24-25)

Como dice la Escritura: “el justo por los injustos para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18).

He subrayado el versículo 9 de Hebreos 5, para que notemos que es la obediencia la que, al igual que en el Edén, sigue siendo esencial en la relación con el único Dios vivo y verdadero. De hecho, el acto de obediencia que demanda la predicación de la Palabra de Dios, también se menciona con respecto “a la fe” (Ro. 1:5), “al evangelio” (Ro. 10:16; 2 Tes. 1:8, 1 Pedro 4:17), a Dios (Hechos 5:32) y “a la verdad” (Ro. 2:8).

Y también notemos que la obediencia sigue siendo un requisito aun mayor para aquellos que invocamos a Dios por Padre, ya que, tal como escribió el apóstol Pedro, el Padre “sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno”, por lo tanto debemos conducirnos “en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación”. En igual sentido enseñó el apóstol Pablo: “aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia (Ro. 6:17-18)

En este punto, debemos recordar lo que dice la Escritura en Romanos 3:20: “por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. Claramente, podemos entender que cuando hablamos de justos e injustos, como el Señor mismo se refirió al decir: “… vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45), hablamos de una comparación entre personas destituidas de la gloria del Santo, pero que en nuestro nivel caído, podemos vivir diferentes grados de justicia. De hecho, el llamado a ser perfectos como vuestro Padre que está en los cielos, es un llamado a crecer hacia un mayor grado de justicia y bondad, pero que nunca llegará al nivel de perfección absoluta que sólo Cristo guardó.

Por eso, el pasaje citado señala que es delante de Dios ante quien ninguno puede justificarse, es decir, alcanzar un veredicto de ser “justo”, en base a su propia justicia, que es aquella que se logra cumpliendo “toda la ley”. "Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos.” (Santiago 2:10).

Pero gracias a Dios “así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos.” (Ro. 5:19)

Esto nos lleva de nuevo a una situación paralela a la de Génesis, en la que Dios mandó una sola cosa al ser humano. Ahora, quitando la ley de Moisés (como cuando quitó los delantales de hojas de higuera) nos manda vestirnos con la justicia alcanzada por la Víctima inocente que Dios mismo proveyó (preanunciada desde Génesis) quien murió en nuestro lugar, “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29), destinado desde antes de su fundación.

 “A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola:…” (Lucas 18:9)

Continuando con la justicia práctica, vemos que los cristianos, nos distinguimos de toda religión, o sistema moral humano, en que “no tenemos confianza en la carne”, como enseña el apóstol Pablo (Filipenses 3:3). ¿Qué significa esto? Que nuestra justicia proviene de la justificación con que somos justos delante de Dios en Cristo, y no de nuestras buenas obras. Así se enseña con total claridad en Romanos 3:20-26

            “… ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado. 21 Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; 22 la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, 23 por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, 24 siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, 25 a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, 26 con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.”

Vemos con claridad que “somos salvos por gracia, no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2). Vemos esto mismo en las palabras de Pablo a los filipenses: “nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne.

Nos gloriamos en Cristo Jesús, no en nuestros méritos humanos.

Veamos como lo vuelve a expresar Pablo en su carta a los corintios: “nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios. Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia. Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención; para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor.” (1 Cor. 1:23-31)

 

“Cristo crucificado”

Predicar al Mesías crucificado es declarar el fracaso humano delante de Dios, habiendo demostrado su imposibilidad de guardar la Ley. En tal sentido, el Señor mismo les decía a los religiosos moralistas de sus días: “¿No os dio Moisés la ley, y ninguno de vosotros cumple la ley?” (Juan 7:19), y a esos mismos judíos también les advirtió: “Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso os dije que moriréis en vuestros pecados; porque si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis.” (Juan 8:23-24). Esto mismo enseña el apóstol del Señor en la carta a los romanos “Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios.” (Ro. 8:6-8)

La distinción es clara: la carne frente al espíritu (Gálatas 5:17), así, el Señor confronta las pretensiones “de la carne” de Nicodemo y le declara: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6) señalándole que sólo quien nace del Espíritu puede ver y entrar en el reino de Dios.

Esta tajante distinción hecha por el propio Señor, pone en evidencia la imposibilidad humana de ganar el favor de Dios por medio de nuestros méritos carnales, ya que “los que viven según la carne no pueden agradar a Dios”. Porque cuando hablamos de derechos (salario vs gracia), la Justicia demanda cumplir una Ley, a la vez que su incumplimiento nos quita el derecho a reclamar el agrado, aprobación o "salario"; dicho en otras palabras, nos declara injustos.

¿Quién podría reclamar a Dios su derecho a ser librado de la condenación del pecado? ¿Quién podría ser declarado justo según la ley del Altísimo? 

Sólo quien viviera toda una vida sin pecar, o en otras palabras, quien haya tenido una vida de obediencia perfecta a Dios y todos sus mandamientos. Pero ante esto, la Escritura nos interpela:

“El rey que se sienta en el trono de juicio, Con su mirar disipa todo mal.

¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, Limpio estoy de mi pecado? (Prov. 20:8-9).

Así, vemos que aunque no haya nadie que pueda decir que está libre de pecado, la buena nueva declara que “el justo por la fe, vivirá”, porque “en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe” (Ro. 1:17). Y esa revelación nos muestra “la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, (quien) nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 3:4-6)

Esta regeneración es el nuevo nacimiento del que le habló el Señor a Nicodemo, y del que también el apóstol Pedro enseñó en estas otras palabras: “Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro; siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Porque:

Toda carne es como hierba,

Y toda la gloria del hombre como flor de la hierba.

La hierba se seca, y la flor se cae;

 Mas la palabra del Señor permanece para siempre.

Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada.” (1 Pedro 1:22-25)

Finalmente, con todo esto en mente, podemos ver la importancia de no avergonzarnos del evangelio de la justicia por medio del que murió rechazado y ejecutado en una cruz, la cual es “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree”. Esta es la afirmación que aun los fariseos que creyeron en Jesús no confesaban, “porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Juan 12:43). Claramente, el problema está en que la cruz, es la declaración final de la condena al ser humano y el pecado que mora en él haciéndolo un miserable mortal bajo condenación (Ro. 7:21-25), de modo que abrazar cualquier otro sistema de justicia humana, es desechar la gracia de Dios; “pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (Gálatas 2:21).

Tarde o temprano todo hombre sabrá que él no es autosuficiente, que sus fuerzas no alcanzan, y que su propia justicia está llena de injusticias. Entonces, con humildad, podrá someterse al único que sí puede salvarlo de sí mismo.

"Cristo en ustedes, la esperanza de gloria" (Col. 127). 

Amén.

N.M.G.

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