"... la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo." (Evangelio de Juan cap. 1)
La
lógica es una herramienta de juicio, es decir, la forma en que podemos afirmar
que nuestras conclusiones son correctas o verdaderas. El juicio es un
pensamiento en el que se afirma o se niega algo de una cosa o hecho. Cuando
entonces hablamos de ciertas cosas, podemos aplicar la lógica a nuestro
razonamiento, para sostener la verdad que afirmamos. Sí, lo sé, este lenguaje
puede resultar demasiado abstracto o frío para una entrada en un blog “espiritual”,
pero este tema busca mostrar que no hay nada más lógico que el mensaje del
evangelio. Uno puede o no creerlo, pero nadie que se haya sentado a analizar el
contenido del evangelio como “buenas noticias”, podrá negar la lógica
incontestable de sus presupuestos y conclusiones.
A este respecto, el erudito judío
Saulo de Tarso, quien se convirtió en apóstol de Jesucristo, bajo el nombre de
Pablo, desarrolló el mensaje del evangelio y sus implicaciones en su carta a
los romanos, en el que el razonamiento y la argumentación presentan conclusiones
como la que encontramos en el primer versículo del segundo capítulo: “Por lo cual eres inexcusable, oh hombre,
quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a
ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo”. Aquí no hay religión, ni
filosofía que valga, sino evidencia que nos confronta a cada uno de nosotros
con un juicio de verdad o falsedad.
Si es cierto lo que la carta
plantea, nuestro juicio moral nos acusa tanto como acusa a aquellos sobre
quienes lo aplicamos. Y no hay religión, ni ideología, ni filosofía que pueda
excusarnos de esa culpabilidad.
Así también, la misma premisa de
culpabilidad, la hallamos un poco más adelante, en el capítulo tercero de la
carta, en donde el apóstol llega a la misma conclusión: “¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos? En ninguna manera; pues
ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado” (v.
9).
En otra de sus cartas, el apóstol
Pablo escribió acerca del ministerio cristiano en el cual se derriba “argumentos
y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando
cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:5). La gente
tiene argumentos, siempre, y de una u otra manera razona para sostener sus
creencias y convicciones. Seas agnóstico, ateo, creyente de una u otra cosa, lo
cierto es que siempre habrás de tener tus argumentos. Pues bien, el argumento
principal del evangelio es que el hombre y
la mujer demuestran por sus hechos y pensamientos, que son injustos.
Nuestros pecados son la acusación ante la demanda de Justicia. Y nadie que
admita la verdad que se basa en la realidad, podrá tener por absurdo el mensaje
de salvación que proclama el evangelio de la gracia.
Estamos ante la lógica más
fundamental de la Justicia que declara: “Si
hubiere pleito entre algunos, y acudieren al tribunal para que los jueces los
juzguen, estos absolverán al justo, y condenarán al culpable” (Deuteronomio
25:1).
Con esta lógica irrefutable, encontramos
la necesidad de presentar el mensaje de reconciliación con Dios. Porque ¿quién
podrá decir que no tiene pecado? ¿Quién podrá sostener que no es culpable
delante de su propio Creador? Está claro que el juicio no es para los infantes,
sino para los hombres y mujeres en condiciones de entender. Por lo que: “sabemos que el juicio de Dios contra los
que practican tales cosas es según verdad. ¿Y piensas esto, oh hombre, tú que
juzgas a los que tal hacen, y haces lo mismo, que tú escaparás del juicio de
Dios? ¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad,
ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” (Romanos 2:2-4)
Bueno, si entendemos que la
reconciliación es el paralelo del perdón ofrecido por Aquel “a quien no le
glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus
razonamientos” (Ro. 1:21), podremos comprender la lógica impecable de la gracia
a través de la cual Jesucristo se convirtió en nuestro sustituto ante un Dios
que manda absolver al justo y condenar al culpable y que “de ningún modo tendrá por inocente al culpable” (Números 14:18).
Es así que, ante la Ley moral de
la que todo ser humano toma conciencia, Dios ha establecido una forma de ser
justificados, esto es, considerados justos a pesar de no tener credenciales, ni
obras, ni méritos, ni un corazón puro que pueda dar con el peso de la balanza
de Justicia y Santidad. Leamos:
“Pero
ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por
la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en
Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por
cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo
justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en
Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su
sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su
paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su
justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe
de Jesús.” (Romanos 3:21-26).
No hay injusticia en el perdón de Dios, porque Cristo cargó con el
castigo de todos nosotros, como está escrito: “él es la propiciación por
nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo
el mundo” (1 Juan 2:2). Por esta razón, Dios puede recibir a lo vil y
menospreciado de este mundo, a las prostitutas y los delincuentes, porque su
arrepentimiento les permite recibir el perdón de un Dios que es “tardo para la
ira y grande en misericordia, que perdona la iniquidad y la rebelión, aunque de
ningún modo tendrá por inocente al culpable” (Núm. 14:18).
Ahora bien, los que se consideran
“buenas personas” porque no son flagrantes inmorales, se engañan a sí mismos,
porque Dios pesa los corazones (Prov. 21:2), y todos sabemos, que en nuestros
corazones habita el principio de la maldad, que es el orgullo y la indiferencia
hacia nuestro Creador. Por eso, si sos una de esas personas socialmente
intachables, no te engañes, sé sincero con vos mismo/a, considerá la enseñanza
de Jesucristo, prestá atención a sus advertencias, sé sabio/a y acudí con fe a Él,
“porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para
que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no
envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo
sea salvo por él. El que en él cree, no
es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha
creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y esta es la condenación: que
la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque
sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no
viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Mas el que practica la verdad viene a la luz…”
(Evangelio de Juan cap. 3).
El amor de Dios es perfecto, como
su obra de redención a través de nuestro Señor Jesucristo, “el cual se dio a sí
mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a
la voluntad de nuestro Dios y Padre” (Gálatas 1:4) “Porque hay un solo Dios, y
un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a
sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo”
(1 Timoteo 2:5-6).
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