Cualquier verdadero avance en la vida
de fe (según Cristo) de una persona, necesitará no sólo del oír con fe las palabras del Señor,
sino, además, de comprender sus enseñanzas.
El discipulado, implica enseñanza y
obediencia a aquello que recibimos como doctrina. Por eso leemos: “… aunque
antes eran esclavos del pecado, ya se han sometido de corazón a la enseñanza
que les fue transmitida.” (Romanos 6:17)
La realidad nos exige reconocer que todos
nos sometemos y respondemos en obediencia a personas, deseos, ideas o cosas. Ya
sea a las reglas del mundo para poder prosperar materialmente, ya sean los
requisitos y demandas de una disciplina deportiva o artística que requieren
nuestro sometimiento a sus reglas y metas,
o sea la búsqueda de placer al que podemos entregarnos al punto de ser adictos,
o cualquier otra filosofía de vida, entre otras cosas, inevitablemente estaremos bajo órdenes, o
dicho en otras palabras, habremos de obedecer ciertas formas y filosofías de
vida que darán forma a nuestros deseos, afectos, metas, manera de pensar, creencias,
etc.
Entonces, la esclavitud más profunda
a la que se refiere la Biblia, no es la esclavitud practicada en la antigüedad,
sino, la esclavitud a aquellas cosas que no proceden de, ni se someten a, la
verdad de Dios. Por eso leemos lo
siguiente en el Evangelio de Juan capitulo 8:31-32 “Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros
permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y
conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.”
La palabra de Jesús es donde hallamos
su enseñanza, con la cual podemos conocer la verdad, y entonces, llegar a ser
libres verdaderamente, lo cual es equivalente a ser un verdadero discípulo de
Cristo. Por eso comenzamos señalando que necesitamos no sólo del oír con fe la
enseñanza de Cristo, sino, además, conocer (comprender) sus enseñanzas.
O sea que, contrariamente al sentir
popular, la enseñanza de la Biblia nos lleva a la verdadera libertad, donde
reinan el amor, la convicción, la fidelidad, la paz, el gozo, la paciencia, la
templanza, la justicia, la mansedumbre, la humildad, la benignidad, la seguridad. Por el
contrario, la libertad que al fin de cuentas ofrece este mundo, es una libertad
de Dios, o sea, un alejamiento de Aquel que es nuestro Benefactor, el origen y
dador de toda bendición material y espiritual. No por nada, vemos a las
personas que más se alejan de los mandamientos de Dios (sean o no creyentes,
estén conscientes o no de ellos) padecer los frutos de sus propias elecciones.
Como dice el antiguo proverbio: “Hay gente insensata que arruina su vida ella
misma, pero luego le echa la culpa al Señor” (Prov .19:3 PDT).
Entonces, en la vida cristiana, los
que son de Cristo tendrán dos claras características, lo confesarán como el Señor,
y consecuentemente, obedecerán su voz. Por lo tanto, el propio Señor Jesús dijo a
sus oyentes: “¿Por qué me llamáis, Señor,
Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lucas 6:46).
Llegados a este punto, está claro que
no podemos ser cristianos sin Cristo, y no tendremos ninguna relación estrecha (considere Mateo 7:13-14) con
Él, sin la presencia de sus palabras afectando nuestra vida, esto es,
pensamientos, deseos, afectos, intereses, metas, elecciones, etc., etc. Es en
este sentido que el Señor nos presenta la condición para poder ser verdaderos
seguidores del Camino angosto:
“25
Grandes multitudes iban con él; y volviéndose, les dijo: 26 Si alguno viene a mí, y no aborrece a
su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi
discípulo. 27 Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi
discípulo. 28 Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se
sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para
acabarla? 29 No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla,
todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, 30 diciendo: Este hombre
comenzó a edificar, y no pudo acabar. 31 ¿O qué rey, al marchar a la guerra
contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con
diez mil al que viene contra él con veinte mil? 32 Y si no puede, cuando el
otro está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de paz. 33
Así, pues, cualquiera de vosotros que no
renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.” (Lucas 14:25-33)
Renunciar a todo lo que posee. Necesitamos
tener claro qué significa renunciar a todo lo que uno posee, de lo contrario ¡no
podremos ser sus discípulos!
Primero, veamos lo que no está diciendo
el Señor con estas palabras.
Renunciar a todo lo que uno posee, no
significa abandonarlo todo. Sería
contrario a toda la enseñanza que luego encontramos en el Sermón del Monte, ya
que terminaríamos renunciando a nuestro matrimonio, a nuestro trabajo, a
nuestras posesiones, a nuestras relaciones, etc. El sentido de esta renuncia es
más profundo, porque, al fin de cuentas, la misma Escritura nos enseña que “si
alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la
fe, y es peor que un incrédulo” (1 Timoteo 5:8).
Si renunciáramos a nuestros trabajos
y posesiones, sin más, lo único que llegaríamos a ser es el ser incapaces de
proveer para nuestros padres, mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, o incluso
para nosotros mismos.
Entonces, ¿es posible que el Señor
tuviera en mente otra clase de renuncia? Creo que sí. Consideremos esta palabra:
“los que son de Cristo han crucificado la
carne con sus pasiones y deseos.” (Gálatas 5:24) Coincidentemente el Señor
dijo que “Y el que no lleva su cruz y
viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo”. Esta cruz tiene por
finalidad el crucificar todo aquello que obedece a “los deseos carnales que batallan
contra el alma” (1 Pedro 2:11).
Esta renuncia a los deseos y pasiones
humanos, son las que nos permitirán obedecer la voluntad de Dios, por la que
estamos dispuestos a renunciar a todo lo que tenemos el derecho natural de
"poseer", en el mismo sentido que leemos: “… le llevó el diablo a un monte muy
alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, y le dijo:
Todo esto te daré, si postrado me adorares.” (Mateo 4:8-9).
El Señor renunció a todos los reinos
del mundo, al tomar nuestro lugar, siendo el ejemplo supremo de sumisión a la voluntad
del Padre. Como nuestro representante, se negó a obedecer a Satanás “… porque escrito
está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás” (v.10). La obediencia a
Dios o la obediencia al que cautiva “los reinos del mundo”, allí radica la elección que debe ser tomada: “si alguno viene a” Cristo. Es en este sentido también que se nos
llama a no amar al mundo ni las cosas de este mundo (1 Juan 2:15), del cual el
apóstol Pablo también dice: “lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al
mundo.” (Gálatas. 6:14)
Aborrecer nuestra propia vida, es darla por perdida, para ganar algo mayor. Es entender que hemos muerto con Cristo en la cruz, pero que también resucitamos con Él, por lo que se nos dice: "Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria.” (Colosenses 3:2-4)
No es un llamado a perder, sino a ganar. Por eso el Señor mismo “decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, este la salvará. Pues ¿qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?” (Lucas 9:23-25).
“En
el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo.” (Juan
16:33)
La verdadera libertad, la verdadera victoria, la gloria de un reino
imperecedero, la inmortalidad. Tales cosas ponen en debida perspectiva nuestro
entendimiento respecto de este mundo pasajero (1 Jn 2:17), de modo que, al comprender lo que está
en juego, y la magnitud de las promesas que están en Cristo, podemos tomar una decisión voluntaria (2 Pedro 1:10),
con la firme convicción que nos da el buen entendimiento (Sal. 111:10, Romanos
12:2) que la revelación de la doctrina de Jesucristo otorga a todos los que con
fe reciben su enseñanza y le obedecen.
Amén.
N.M.G.
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