¿Quién soy?
La pregunta que abre esta reflexión va
más allá de saber qué soy. Podemos
decir que somos seres humanos, criaturas con discernimiento, intención, afecto
y voluntad propios. Mortales. Individuales. Únicos. Pero nada de eso responde
la respuesta sobre, quién soy.
Esta pregunta la hizo el propio Señor
Jesús a sus discípulos: “¿Quién dicen los
hombres que soy yo?” (Marcos 8:27). Si bien Jesús podía ser identificado
como un varón judío de Nazaret, de cierta edad, y de tal familia, que era profeta, rabí, etc., su
identidad más profunda y esencial, iba más allá de eso. Y es esa identidad
sobre la cual busco que reflexionemos.
Para responder quién soy, no alcanza
con definir lo que somos, necesitamos identificarnos.
Es la identidad de una persona la que determina quién es. Por eso la respuesta
correcta que le fuera dada por Dios mismo al apóstol Pedro, reveló una identidad diferente a la que la gente conocía sobre Jesús de Nazaret, por lo que pudo afirmar “tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios viviente” (Mateo 16:16).
Nuestra identificación personal no es
lo mismo que nuestra individualización. Nos diferenciamos con un nombre,
incluso con un número de documento (“de identidad”), pero esos son aspectos
secundarios, más ligados a individualizar o distinguir a alguien del resto, sin embargo, los nombres se pueden repetir y el número de identificación dado por el Estado
a un ciudadano, es meramente un número. La identidad de cada uno de nosotros,
va mucho más allá de un nombre, un número o una nacionalidad.
Muchos podrán tener la misma nacionalidad,
vivir en la misma ciudad, simpatizar por el mismo equipo, artista, tener incluso creencias en común, etc., y sin
embargo, esa no será su identidad más fundamental e íntima. Si perdiéramos nuestra nacionalidad, residencia, gustos, opiniones, etc., aun así
tendríamos una identidad propia. ¿Pero cuál sería? ¿En qué la basaríamos? ¿En qué radica nuestra esencia?
Sin dudas, una de las relaciones más
íntima del ser humano es la que se forma con sus padres. La identidad de cada ser humano nacido proviene primeramente de sus ascendientes. Así, lo que somos naturalmente,
viene en gran parte dado por lo que recibimos al ser hijos de ciertos padres, tanto a nivel
biológico como en crianza. Sin embargo, uno puede no haber conocido a sus
padres, y no obstante tendrá igualmente una identidad. De igual manera, la
sexualidad es actualmente un factor muy remarcado socialmente para determinar la identidad
de una persona. Hombre o mujer, son el principal binomio por el cual principia
nuestra identidad, sin embargo, la sexualidad está más ligada a una función
biológica. Nuestra identidad no
se agota en nuestra sexualidad y crianza. Así que avancemos un poco más.
Consideremos ahora el término “identidad”, esta
palabra viene de la misma raíz que “idéntico”, así, la identidad es un conjunto
de características (idénticas) propias de una persona o un grupo y que permiten
distinguirlos del resto (aquellos que no tienen idénticas características). O sea que si un extraterrestre hallara un grupo de
hombres en la selva, los podría identificar como seres diferentes del resto de
los animales, porque comparten características idénticas (morfología, inteligencia,
lenguaje, etc) lo cual los constituye en algo más que meros animales. Y si, por ejemplo, quisiéramos distinguir "cristianos carnales" de "cristianos espirituales", llegaríamos a ver que ambos grupos comparten idénticas características que los identifican, de modo que podemos distinguir un grupo de otro en base a las características que los definen (en otra entrada podemos ver lo que la Biblia dice sobre ellos).
Nos vamos acercando entonces a la finalidad de esta reflexión sobre la identidad, que como vimos, conlleva el poseer la cualidad de idéntico.
Mi identidad refleja quien soy. Entonces, quién soy se determina por aquello con
lo que tengo idénticas características, aquello que reflejo. Un análisis
genético, por ejemplo, nos dirá si somos hijos de cierta persona y no de
otra, porque puede decirnos el porcentaje de información genética que
compartimos. Así, idéntica información genética, nos permite identificar la
paternidad de una persona con relación a otra. En cuestiones científicamente
verificables vemos esta cuestión de la identidad con facilidad, pero, ¿cómo
identificamos a un cristiano? ¿quién es realmente cristiano? O también, ¿en qué basamos nuestra identidad como
cristianos? Ciertamente, ni las pruebas de ADN, ni el pertenecer a una
denominación, ni siquiera decir que creemos ciertas cosas tiene relevancia.
Lo que tiene relevancia para responder esas preguntas es nuestra
identidad con Cristo. Y tal identidad, no es biológica o cultural, sino espiritual.
Afirmamos entonces que nuestra
identidad con Cristo no es física, sino espiritual, ya que no se basa en la
raza, sexo, etnia, nacionalidad, religión, crianza, ni ningún otro factor humano, biológico o cultural,
sino, en la existencia de una conciencia (un corazón/espíritu, ver Romanos 8:16) en la que Dios se revela en Cristo (ver 2 Corintios 4:6) para ser reconocido
y alabado como Creador de los cielos y la tierra, el dador de toda dádiva, el
Yo Soy, el Señor Todopoderoso, "la imágen de Dios". Y así, como escribió el apóstol Pablo, “el que se une al Señor, un espíritu es con él” (1 Corintios 6:17), "Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo no es de él" (Romanos 8:9).
Ser “espíritu”, es parte de la identidad esencial de aquellos que son nacidos de Dios. Por lo tanto se nos
dice: “Lo que es nacido de la carne,
carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.” (Juan 3:6). Por lo que podemos comprender a lo que se refirió el apóstol Pablo al escribir “que de ahora en adelante no consideramos a nadie según criterios meramente
humanos. Aunque antes conocimos a Cristo de esta manera, ya no lo conocemos
así.” (2 Corintios 5:16).
Comenzamos con la pregunta ¿Quién soy? Mi carne mortal, mi yo
natural, va desfalleciendo con el tiempo, y como el apóstol Pablo escribió, es
parte de esa vieja criatura condenada a muerte en la que mora el pecado, por el
que también dice, “si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (Romanos 7:20). ¿Mi
verdadera identidad está determinada por el condenado a muerte que peca, o por el
espíritu que nació por la obra de Cristo y que habita en mi mente y me
identifica con el Padre eterno que le levantó de entre los muertos?
Esta es la identidad que es ofrecida a
todo aquel que cree, conforme la gloriosa noticia del evangelio según el cual:
“a todos los que creyeron en él y lo
recibieron (a Jesús como Señor y Cristo), les dio el derecho de llegar a ser
hijos de Dios. Ellos nacen de nuevo, no mediante un nacimiento físico como
resultado de la pasión o de la iniciativa humana, sino por medio de un
nacimiento que proviene de Dios” (Juan 1:12-13 NTV)
Mientras vamos avanzando, dejamos de
ser niños, dejamos de ser jóvenes, dejamos atrás muchas cosas, cambiamos, nos
convertimos en padres, maridos, esposas, etc. Pero nuestra identidad más allá
de esta vida, no podrá sobrevivir si está atada a las cosas de este mundo. Si
no somos definidos por Dios, nuestro mundo se perderá, todo lo que nos rodea
pasará. Sólo cuando hallamos al “Autor de la vida” (Hechos 3:15) que tiene "palabras de vida eterna", nos
encontramos desnudos, como verdaderamente somos, seres creados por un Dios
todopoderoso, que nos ha llamado a su gloria eterna mediante la reconciliación que es en Cristo.
Así, a todos los que se identifican como ovejas
del Hijo de Dios, Jesucristo, les es dada la bendición del Pastor y Obispo de
nuestras almas (ver Juan 10:27-30 y 1 Pedro 2:24-25) que nos identifica como
propias, por lo que el apóstol Juan también escribió: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos
de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados,
ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser” (1
Juan 3:1-2). Como dijo el salmista: “Reconoced
que Jehová es Dios; Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos; Pueblo suyo
somos, y ovejas de su prado.” (Salmos 100:3).
Sólo podemos hallar la perenne identidad
de nuestra alma en Dios nuestro Creador y Salvador.
Cuando es Dios el que te llama hijo o
hija, entonces, has recibido la identidad más bienaventurada de este mundo, has
encontrado la verdad más preciosa, has sido distinguido más allá de toda obra
humana, por la soberana gracia de un Dios que da vida a los muertos, y
convierte a pobres pecadores, en espíritus eternos, “porque con una sola
ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14), quienes
somos llamados a alegrarnos en la identidad de las nuevas criaturas que son
llevadas junto a “la congregación de los primogénitos que están inscritos en
los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos
perfectos” (Hebreos 12:22-23).
Por tanto dijo el Señor “… no os regocijéis de que los espíritus se
os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los
cielos.” (Lucas 10:20).
Un pecador que se arrepiente es un ser
humano que se reconoce falto, defectuoso, necesitado, identifica su naturaleza
humana como pecadora, sabe que es alguien enfermo que necesita ser sanado, alguien
perdido que necesita ser rescatado, una persona mala que necesita ser consolada, un deudor de Dios que necesita ser perdonado.
En ese momento, cuando el corazón contrito y humillado reconoce la verdad, y viene a la luz postrándose ante el Dios Creador,
y confiesa al Salvador, el Padre nos extiende su misericordia, y nos transforma
con su gracia, para que ya no seamos extraños y enemigos, seres destituidos de
su gloria y condenados a muerte; sino nuevas criaturas, benditas, amadas en Cristo,
santificadas por la verdad, redimidas por el Hijo, perdonadas por su sacrificio, justificadas por Su cruz, seres libres para que como Él, podamos ser identificadas por el Espíritu de adopción por el
cual clamamos, ¡Abba Padre! (Romanos
8:15, Gálatas 4:6).
Que tu identidad llegue a ser la que proviene del Dios que te conoce, que en lo secreto de tu corazón te revele la gloria de Cristo, y sepas lo que te ha concedido, para que vivas en la íntima comunión del Padre y del Hijo, por la que “nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27).
Amén.
N.M.G.
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