“Vivir
es constantemente decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben ustedes la fabulosa paradoja
que esto encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a
ser; por tanto, en lo que aún no es! Pues esta esencial, abismática paradoja es
nuestra vida… nuestra vida es ante todo toparse con el futuro…” (Ortega y Gasset)
Ortega y Gasset pudo notar la
evidente dirección que tiene la vida del hombre en su desarrollo hacia un
destino que lo llama a buscar “lo que
ha de ser”. La pregunta que surge es, entonces, si conociendo el futuro que
se nos revela, podemos escoger a qué destino arribaremos, o en otras palabras, en qué nos hemos de convertir.
El gran sabio de la antigüedad escribió
muchos siglos antes que aquel filósofo español: “Qué maravilloso es ser sabio, poder analizar e interpretar las cosas.”
(Eclesiastés 8:1). Sin embargo, la sabiduría de este mundo, como escribiera el apóstol Pablo, “es insensatez
para con Dios” (1 Cor. 3:19), porque al negarse
a ver más allá de este mundo, queda sometida a la astucia de los
razonamientos del dios de este tiempo, el cual “cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les
resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo” (2 Corintios 4:4).
Pero la sabiduría como sana forma
de razonar y reflexionar, nos ayuda a comprender
y diferenciar lo que es de los hombres y lo que es de Dios, y así, podemos
considerar el futuro que nos definirá, según sigamos a uno u otro (ver Jeremías
17:5).
Un hombre o mujer, no se definen
por lo que creen respecto del presente, tanto como por lo que creen respecto
del futuro. O sea, es aquello en que me pienso convertir, o a donde pienso
llegar, o lo que pienso tener, lo que define mis acciones y pensamientos e intereses de
hoy, porque la vida, como dijo Ortega y Gasset, consiste más en lo que va a ser.
Bueno, y ¿qué será de nuestra
vida al final? ¿Por qué la gente reflexiona tan poco sobre eso? Esta cuestión
es tan esencial, que cuando el apóstol Pablo argumentó contra los que negaban
la resurrección (ver 1 Corintios 15), planteó la siguiente consecuencia lógica:
“si los muertos no resucitan, comamos y
bebamos, porque mañana moriremos” (v. 32). Claramente, lo que esperamos al morir, es lo que definirá nuestra actitud en el
presente, estemos o no conscientes de ello.
Así que, si la vida es un
continuo avance hacia aquello que llegaremos a ser (lo cual ya vamos
experimentando en cada etapa de la vida, del niño al joven, del joven al
adulto, del adulto al anciano) la fe y la esperanza cristianas vienen a dar
respuesta a esa “sed de llegar a ser”.
El problema se presenta entonces
a la hora de considerar la muerte como el fin de nuestros planes. La muerte nos confronta con lo inevitable,
pero también con el sentido de todo lo que somos y hacemos. Si no hay más nada,
si todo se pierde, ¿qué sentido tiene tenerlo todo para tan solo perder sin
más? ¿Quién negará que nadie quisiera tener que abandonar los momentos de
salud, de felicidad, de satisfacción, de alegría, de completitud, de victoria, de
juventud, de afecto familiar, etc.?
Conocemos el mal por contraposición con el bien. A pesar de lo que muchos incrédulos puedan argüir, el placer, la paz y el bienestar no necesitan de ningún mal, ellos son parte connatural de la creación en su estado normal. Pero cuando el mal afecta la creación, vemos la necesidad de ser sanados, rescatados, perdonados, defendidos, redimidos. Podemos tener salud sin enfermedad, pero no podemos tener enfermedad por sí sola, la enfermedad afecta a alguien sano, no anda caminando por la calle disfrutando de sí misma. En igual sentido, no puede haber muerte, sin que antes exista la vida. Por lo que, la muerte, claramente, es un intruso, un enemigo en la creación de Dios.
En relación a ello vemos que Satanás
es señalado por el Señor Jesús como “padre
de mentira, homicida desde el principio” (Juan 8:44). Este homicida, halló en el ser
humano alguien a quien engañar. Tal es la esencia de la maldad, la cual está
dirigida a destruir la obra de Dios y negar su gloria. Por esto encontramos gran oposición con las personas que se niegan a reconocer la bondad de Dios
y su grandeza manifiesta en su poder de creación, argumentando que el mal en el mundo es
una muestra de Su ausencia.
Dijimos que la muerte es el fin inevitable, pero también hallamos que hay fines inevitables que aceptamos con naturalidad. La niñez llega a su fin, y comienza la juventud, la que al igual que la niñez también concluye dando lugar a la persona adulta. Nadie se lamenta por llegar a ser adulto, pero cuando comenzamos a abrirnos paso hacia la vejez, comenzamos a sentirle otro sabor a la vida, no tan emocionante, no tan exuberante, las fuerzas comienzan a decaer, y la vida nos llama a considerar lo que el sabio Predicador puso en estas palabras: “Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: No tengo en ellos contentamiento” (Eclesiastés 12:1)
La vejez, antesala de la muerte, es un tutor que nos llama a reflexionar de nuestra necesidad y dependencia. Somos criaturas frágiles, y necesitamos oír palabras sabias, como las del salmista que dijo: “Enséñanos a entender la brevedad de la vida, para que crezcamos en sabiduría.” (Salmos 90:12). Y la sabiduría de Dios resuena: “Proclamad, y hacedlos acercarse, y entren todos en consulta; ¿quién hizo oír esto desde el principio, y lo tiene dicho desde entonces, sino yo Jehová? Y no hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador; ningún otro fuera de mí. Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más.” (Isaías 45:21-22).
¿En qué nos hemos de convertir? ¿En polvo que no vuelve o en hijos de Dios resucitados en nuevos cuerpos conforme al testimonio de la resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo? (ver 2 Timoteo 1:10, 1 Corintios 15:48-54)
Para los que creen, hay una
incomparable buena noticia, Dios nos ofrece salvación habiendo puesto vida
eterna en Cristo (1 Juan 5:12), de tal manera que el Señor Jesús dijo: “Yo
soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.”
(Juan 11:25).
Consecuencia directa de esa
promesa, son las afirmaciones del apóstol Pablo: “Ya que han sido resucitados a una vida nueva con Cristo, pongan la
mira en las verdades del cielo, donde Cristo está sentado en el lugar de honor,
a la derecha de Dios. Piensen en las cosas del cielo, no en las de la tierra.
Pues ustedes han muerto a esta vida, y su verdadera vida está escondida con
Cristo en Dios. Cuando Cristo—quien es la vida de ustedes—sea revelado a todo
el mundo, ustedes participarán de toda su gloria.” (Colosenses 3:1-4 NTV). En
igual sentido el apóstol Juan escribió: “Mirad
cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por
esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos
hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que
cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él
es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así
como él es puro.” (1 Juan 3:1-3 RV).
La lógica consecuencia de lo que creemos es que, inevitablemente, viviremos
de acuerdo a ello. Si creemos que con la muerte todo acaba, pensaremos solo en lo terrenal (Romanos 8:5, Filipenses
3:19) y si (verdaderamente) pensamos que la piedad tiene promesas “de esta vida
presente, y de la venidera” (1
Timoteo 4:8) podremos alegrarnos de aquello que, aun no somos, pero que un día
sin dudas llegaremos a ser, porque Dios mismo lo ha hecho posible. El mismo que
permitió que el hombre muriera, es quien determinó que el hombre sea rescatado
por “el Cristo” (considere Mateo 16:15-18 y 1 Pedro 2:6-7).
Si el hombre fuera igual a Dios, nunca habría escogido mal,
nunca hubiera traicionado la confianza del Creador que le mandó no comer de
cierto árbol. Sin embargo, como Dios no es como el hombre en nuestra debilidad
y maldad, Él dio a su único Hijo para rescatarnos (Romanos 8:32). El único
Hombre perfecto y plenamente justo, cuya obediencia absoluta recuperó para la
humanidad el favor de Dios, viniendo a ser “autor
de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:9).
Es la fe en la promesa de ese futuro de gloria
en el reino del Señor resucitado, lo que nos transformará en pensamiento y
obra y nos conducirá a un caminar en humildad, sencillez y mansedumbre (ver
Mateo 11:29 y Juan 13:3-5). Es la esperanza cierta de una vida más allá de este
mundo de corrupción, injusticia, enfermedad, dolor y muerte, la que nos llama a
correr con paciencia hacia esa meta gloriosa, donde entraremos al reino
inconmovible, en el que “Enjugará Dios
toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto,
ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.” (Apocalipsis
21:4).
Los que recibimos las promesas
del Salvador, nos reconocemos peregrinos, buscando aquel paraíso del que fuimos
destituidos, el lugar donde volveremos a estar en la presencia de nuestro
Creador, como escribiera el salmista: “Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿Cuándo vendré, y me presentaré delante
de Dios?” (Salmos 42:2) “Respondió Jesús y le dijo: Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que
bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo
le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna.” (Juan
4:13-14).
Si deseas saciar esa sed de tu alma, de llegar a ser recibido por Dios como hijo o hija, lo que debes hacer es pedir con fe, confiando en que Dios existe, y, como enseña la Escritura, Él premia a quienes le buscan (Hebreos 11:6).
Buscá la verdad que está en Cristo, y serás saciado con abundante paz y gozo celestiales. Y entonces podrás atesorar y experimentar las palabras de Jesús...
“… regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos. En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó. Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar.” (Lucas 10:20-22).
Amén.
N.M.G.
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