...que se arrepiente…
“Se acercaban a Jesús todos los publicanos y
pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este
a los pecadores recibe, y con ellos come.
Entonces él les refirió esta parábola,
diciendo:
¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas,
si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras
la que se perdió, hasta encontrarla?
Y cuando la encuentra, la pone sobre sus
hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles:
Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido.
Os digo que así habrá más gozo en el cielo por
un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan
de arrepentimiento.” (Lucas 15:1-7)
La primer pregunta que podemos hacer es ¿de qué
se arrepiente ese pecador? Y la segunda pregunta ¿por qué tiene tanta
trascendencia este arrepentimiento que logra que en el cielo mismo se celebre?
Por un solo pecador, ¡los ángeles del cielo celebran! Pero, y agrego una tercer
pregunta, ¿acaso tiene algo bueno, algo especial, algo de valor para ofrecer un
pecador?
Esas tres preguntas nos van a servir para
introducirnos en las profundidades de la afirmación del Señor, quien, sin
dudas, en cada oración nos dejó enseñanzas de una riqueza espiritual que
haremos bien en escudriñar atentamente y atesorar en nuestros corazones.
¿Quién es este pecador que se arrepiente?
Cualquier persona, lo único por lo cual es caracterizado es por ser “un
pecador”, eso es todo. No hay nada bueno en él que pueda quitarle esa
definición: “pecador”. Pero ya no será un pecador más, un mero pecador, a
partir de su arrepentimiento será “un pecador que se arrepiente”, un hombre o
una mujer que se ha arrepentido, ha reconocido lo que es, pero no se quedó allí, buscó la salida a su condición. Y
esa salida está en el “arrepentimiento para con Dios” (Hechos 20:21). El cual
es un “arrepentimiento para vida” (Hechos 11:18).
Ahora entonces, como preguntamos al
comenzar, necesitamos dejar en claro de qué se arrepiente, y por qué, para que
podamos comprender que este no es un arrepentimiento común u ordinario, sino
como acabamos de ver un arrepentimiento “para con Dios”, “para vida”. Puesto
que si bien mucha gente se arrepiente de cosas que ha hecho a lo largo de su
vida, tal arrepentimiento es diferente, ya que “el arrepentimiento para con Dios”, es un
arrepentimiento específico, uno por el cual los ángeles mismos celebran. Tal es
el arrepentimiento en el que el pecador llega a entender la realidad declarada
por el salmista: “Contra ti, contra ti solo (Dios) he pecado” (Salmo 51:4)
Leemos en Romanos 3, versículos 1 y 3 “Reciban
al débil en la fe… porque Dios le ha recibido”. Y según Efesios 2:19 somos
“Conciudadanos de los santos”, y esto gracias a que Dios “nos ha librado de la
potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Colosenses
1:13). Todo eso sería imposible sin este arrepentimiento del que estamos
hablando. Porque la fe es el resultado
de creer y confiar en la palabra del testimonio de Dios, pero el
arrepentimiento es esa mano abierta y extendida para recibir y asirse del Señor
que nos ofrece su perdón para que obtengamos ahora la reconciliación, y saber
que, como está escrito: “hemos recibido
ahora la reconciliación” (Romanos 5:11).
Este arrepentimiento es por el cual dejamos de
escapar de Dios, dejamos de oponernos a su verdad, cesamos de negar nuestra
maldad, impiedad y equivocada forma de pensar. Es el día de un nuevo amanecer
(Proverbio 4:18; Isaías 8:20; 2 Pedro 1:19), el día a partir del cual realmente
deseamos estar con Dios y eso hace que busquemos la comunión con su Hijo
Jesucristo, porque ahora nos agrada, ahora la queremos, y entonces, sólo
entonces comenzamos a caminar de la mano del Señor, quien nos guiará, enseñará
y edificará para moldearnos a su propia imagen. Es este arrepentimiento el que
nos hace desear la leche espiritual no adulterada para crecer para salvación
(conf. 1 Pedro 2:2) porque es por la misma palabra que viene de Dios que somos
llamados a arrepentirnos y creer en el Evangelio (Marcos 1:15)
Y es claro que nadie puede experimentar de
corazón estas cosas si no ha obedecido al llamado al arrepentimiento que nos
hace Cristo, si no se ha arrepentido verdaderamente. Para seguir la voz del Pastor
primero es necesario reconocer su voz, y esto radica en entender que él es el
que manda y nosotros los que le seguimos; el es el Camino y nosotros los
extraviados; Él es el Señor, nosotros sus siervos; Él es el Maestro, nosotros
los discípulos, Él es el Justo, nosotros los injustos, el es el Todopoderoso,
nosotros los dependientes; el es el Soberano, nosotros los súbditos; Él es el
admirable Rey de gloria, nosotros los adoradores que Él creó para sí.
Pero como dije, para el que no ha tenido este arrepentimiento, esto es y será
mera teoría bíblica sin importancia ni interés y jamás podrá amar a Cristo “en
espíritu y en verdad”, sin hipocresía ni sombra de duda.
Pero para aquel pecador que se arrepiente, nace
esa esperanza más allá de toda filosofía humana, porque una esperanza tal no
está sujeta a la pobreza espiritual de “un pecador que se arrepiente”, sino en
el poder inmortal de Aquel que dijo:
“Yo soy el buen pastor; y conozco
mis ovejas, y las mías me conocen, así como el Padre me conoce, y yo conozco al
Padre; y pongo mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas que no son de
este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y
un pastor. Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a
tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para
ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi
Padre. …
Mis ovejas oyen mi voz, y yo las
conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie
las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie
las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos.” (Juan
10:14-18; 27-30)
Asimismo, el Señor Jesús declaró: “Bienaventurados los pobres en espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). Tal es la verdad
que hallamos en esa fiesta en donde los habitantes del cielo celebran cuando un
hombre o una mujer reconocen exactamente eso: su pobreza espiritual, su
incapacidad absoluta para tener acceso a ese reino celestial, y en
consecuencia, de su total necesidad de depender de ese que tiene con qué pagar,
con qué presentarnos. Y así pasamos a la pregunta de ¿en base a qué cosa
recibimos ese reino de los cielos? ¿Cómo podremos entrar en él?
Bueno, Dios ha hecho el mensaje tan claro, tan
accesible, que si oímos esta buena noticia, este llamado, esta invitación,
jamás podremos excusarnos en la falta de comprensión. ¿Cuál es entonces ese
mensaje concretamente? Como si se tratara de la punta del iceberg, el punto de
encuentro con el mensaje de la gracia de Dios lo hallamos de boca del Señor
mientras estaba agonizando en la cruz.
Ese día se nos dice que de los dos malhechores
que habían sido crucificados a los lados de Jesús, uno lo injuriaba diciendo: “Si
tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.”, mientras que el otro
respondiendo “le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la
misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque
recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo.
Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas
en tu reino.
Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Lucas
23:39-43)
En este pasaje tenemos el arrepentimiento del
pecador, la incapacidad absoluta de parte de este para ofrecer algo a Dios a
cambio, la fe en Aquel que es el Rey de un reino que ha de venir y la seguridad
basada en la palabra del que prometió: “De
cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.”
Ese vil pecador no necesitó nada más para ser
recibido en el reino celestial, pero tampoco nada menos, ya que: reconoció el
juicio de Dios sobre su maldad (lo que el hombre merece), creyó en aquel que es
verdaderamente Justo (sin pecado: ningún mal hizo), confió en el único Señor
que podía salvarlo más allá de la muerte (aun cuando ambos estaban muriendo), y
recibió la seguridad de la salvación de su alma por la obra de gracia que
Cristo estaba llevando a cabo en ese mismo momento, de modo que instantes antes
de morir Jesús pudo exclamar: “Consumado
es” (Juan 19:30), el pago por todos los pecados quedaba realizado de “una
sola vez” (Hebreos 9:28; 1 Pedro 3:18). Y por eso está escrito que “él es la
propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino
también por los de todo el mundo.” (1 Juan 2:2)
Como vemos, un pecador no tiene nada que
ofrecer por su pecado. Nadie puede borrar su pasado. Nadie puede lavar su
propio pecado. Nadie puede darle a Dios nada, absolutamente nada, a cambio de
la muerte de Su Hijo bendito. Y además de eso, sólo la sangre de Cristo nos
permite estar limpios delante de Dios. Porque sólo la sangre que derramó Jesús,
es la sangre del Santo Hijo amado por Dios que puede lavarnos, santificarnos y justificarnos
(conf. 1 Corintios 6:11). Así que, sólo podemos alegrarnos y agradecerle a Dios
una salvación tan grande, inmerecida, gratuita y bendita.
No hay lugar para la jactancia. El orgullo
humano, toda pretensión de justificación delante de Dios es presunción,
insensatez y rebelión contra Aquel que dijo:
“El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano. El que cree
en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la
vida, sino que la ira de Dios está sobre él.” (Juan 3:35-36)
Por lo tanto, los profetas anunciaron al Hijo
desde los días de la antigüedad, de modo que podemos escuchar la voz del Señor
al leer en Miqueas 6:6-9
“¿Con qué me presentaré ante Jehová,
y adoraré al Dios Altísimo? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros
de un año?
¿Se agradará Jehová de millares de carneros, o
de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto
de mis entrañas por el pecado de mi alma?
Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno,
y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y
humillarte ante tu Dios. La voz de Jehová clama a la ciudad; es sabio temer a
tu nombre. Prestad atención al castigo, y a quien lo establece.”
Para los religiosos, para los hombres de buena
reputación, para los “primeros” de este mundo, esto es algo muy duro de
escuchar, y mucho más de aceptar, pero lo cierto es que Jesús enseñó
exactamente esta verdad cuando les dijo a los altos religiosos moralistas de su
época: “De cierto os digo, que los
publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios. Porque vino
a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y
las rameras le creyeron; y vosotros, viendo esto, no os arrepentisteis después
para creerle.” (Mateo 21:31-32)
“… Jesús, les dijo: ¿Pensáis que
estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los
galileos?
Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos
pereceréis igualmente.
O aquellos dieciocho sobre los
cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que
todos los hombres que habitan en Jerusalén?
Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos
pereceréis igualmente.” (Lucas 13:2-5)
El arrepentimiento puede ser comparado al
momento en que reconocemos el naufragio de nuestra alma y abrimos los ojos a la
mano extendida de aquel que nos puede rescatar de las profundas aguas en las
que nos hallamos. La fe será la que nos haga aferrarnos con todo nuestro ser a
la mano de nuestro Salvador. Pero si no nos arrepentimos, jamás seremos
“rescatados de nuestra vana manera de vivir, la cual recibimos de vuestros
padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre
preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya
destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los
postreros tiempos por amor de vosotros, y mediante el cual creéis en Dios,
quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y
esperanza sean en Dios.
Habiendo purificado vuestras almas por la
obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no
fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro; siendo renacidos, no de simiente
corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece
para siempre.
Porque:
Toda
carne es como hierba,
Y
toda la gloria del hombre como flor de la hierba.
La
hierba se seca, y la flor se cae;
Mas la palabra del Señor permanece para
siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada.” (1
Pedro 1:18-25)
Así que, los que hemos tenido este
arrepentimiento, hemos recibido lo que Dios nos ha concedido, la reconciliación
y la vida eterna para vivir por siempre con Cristo en su reino incorruptible,
inmarcesible, imperecedero y perpetuo (ver Efesios 1:1-14).
Sólo nos queda ver en nosotros frutos dignos de
arrepentimiento, de modo que podamos experimentar la realidad de una nueva
vida, la del Espíritu de vida en Cristo Jesús, para que podamos disfrutar de la
disciplina de Dios (Hebreos 12:11) quien “nos
salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su
misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el
Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo
nuestro Salvado” (Tito 3:5-6)
“...el
cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2
Timoteo 1:10)
Amén.
N.M.G.
Lindoo !!! que Dios me ayude a entenderlo y me proteja en este momento tan dificil de mi vida! Casi no quiero la vida..es tanto lo dificil..para que vivir¿
ResponderEliminarHola Ileana, bienvenida al Blog! Si has encontrado estos temas es porque hay una esperanza para los que están trabajados y cargados con los afanes y problemas de esta vida. A ellos, Jesús, el Señor nos dice: "Vengan a mí y yo los haré descansar". Esa es una invitación a la que podemos acudir gratuitamente, sin ningún impedimento, sólo necesitas creer a sus palabras. Te invito a seguir leyendo y que Dios te bendiga en cada nuevo día. La paz de Dios te acompañe Ileana. Saludos
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