“Fiel es Dios, por el cual fuisteis
llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor.”
-1 Cor. 1:9-
“Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto
con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante
al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y
testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se
nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también
vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es
con el Padre, y con su Hijo Jesucristo.” (1 Juan 1:1-3)
El llamado del Señor no es a una
religión, es a una comunión, una relación con Él. El arrepentimiento entonces
es sólo el comienzo para poder comenzar esa relación. Toda mi vida estaba
delineada por la vieja naturaleza viciada conforme a sus pasiones y deseos, de
lo cual se toma consciencia el día en que recibimos el bautismo de lo alto (Lucas 3:16). Es
entonces, cuando nos comenzamos a acercar al Señor conforme a su palabra, y
comenzamos a ver la necesidad que tenemos de seguir siendo limpiados,
transformados y perfeccionados.
La madurez cristiana no se logra de la noche a
la mañana. Por ello, en este camino debemos y necesitamos ir en pos del
Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz (Isaías 9:6). Esta
es la gloriosa persona del Hijo de Dios revelada en la vida de los pecadores
que él apartó para sí. Estaban en el mundo, pero ya no son del mundo. Ahora
viven para Dios, como vivos de entre los muertos. Esta es la maravillosa gracia
derramada en nuestros corazones (conf. Romanos 6:12-14).
Las personas que no tienen este amor
inalterable por el Señor Jesús (Efesios 6:24), no tienen al Hijo, y la Palabra nos dice que “el
que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:12). Como cristianos
este es nuestro invaluable tesoro, el regalo más grande en esta vida: el
comienzo de una relación eterna con el Dios inmortal por medio de su Hijo
Jesucristo. Necesitamos poner mucha atención sobre este punto, porque es muy
fácil desviarse detrás de otras cosas con el rótulo de cristianas o religiosas,
pero que olvidan las palabras del Señor cuando le dijo al que llamó a seguirlo:
“deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios”.
(Lucas 9:60)
Cuando María,
la hermana de Marta estaba escuchando al Señor sentada a sus pies, su hermana
le reclamó que la dejara servir sola, y la respuesta del Señor, a semejanza de
dejar que “los muertos entierren a sus muertos”, fue que mientras ella estaba
afanada y turbada con muchos quehaceres, su hermana había escogido la buena
parte la cual “no le será quitada” (Lucas 10:42).
De igual
manera aquí en este mundo del que nos iremos sin nada, hay algo que no nos
podrá ser quitado a aquellos que “elegimos la buena parte”. ¡Cuán importante es
entonces saber cuál es esa “buena parte”! Ya que el mismo Señor dijo respecto a
esta elección: “sólo una cosa es
necesaria” (Lucas 10:42).
La fe en el
Señor, es aquella que comienza cuando nos sentamos a sus pies para aprender de
su palabra y obedecer sus enseñanzas (conf. Efesios 4:21).
¿Has escogido esta buena parte?
¿Has buscado el camino angosto? ¿Has hallado al Señor? ¿Has oído su llamado?
“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me
envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a
vida. De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los
muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán.” (Juan
5:24-25).
El día en que
comprendemos que uno estaba muerto, y que Dios nos ofrecía la vida. En eso
consiste la salvación, el llamado a ser salvos de esta perversa generación no
es un mero remiendo para nuestra vida. Ir a una iglesia para que me “acomoden”
o “mejoren” es como maquillar a un muerto. Creer que ser cristiano consiste en
ir a una iglesia “cristiana” para que me digan qué cosas puedo hacer y qué
cosas no, que Dios me ama y nada me faltará y que voy a ser feliz, es semejante
a confundir el árbol con el fruto o el camino con el caminante.
Si me muestran
un montón de manzanas y me explican como comerlas, cómo sembrar sus semillas y
disfrutar de sus beneficios, puedo tener todo ello ¡y sin embargo nunca tener
al manzano! Si me dicen cómo proceder al caminar, si me dicen que la dirección
correcta es hacia el sur, si me muestran cómo dar los pasos, puedo obedecer
todas estas cosas, ¡y sin embargo nunca haber estado caminando en El Camino
correcto!
Esta ilustración que he tratado
de dar es para que podamos advertir el hecho fundamental de la vida cristiana
verdadera, la cual radica en una relación de fe con Jesucristo, y sin la cual,
aunque tengamos todas las cosas “cristianas”
posibles, estaremos siendo privados del “Espíritu
de vida en Cristo Jesús” del cual se nos dice que “si alguno no tiene el
Espíritu de Cristo no es de él” (Romanos 8:1 y 9).
Las personas
pueden recibir enseñanza, tradición, credos, rituales, líderes, mandamientos,
etc., pero nada de esto puede darles la vida del nuevo nacimiento que nos
introduce en una vida de comunión con el Hijo de Dios, la cual consiste en haber
recibido una nueva vida “por el Espíritu”, al haber sido hecho una nueva
criatura por voluntad de Dios (Juan 1:12-13). Ser “hecho hijo de Dios” es lo que no debemos confundir con “hacer cosas” religiosas.
Por esta razón debemos poner
mucho cuidado para que nuestras congregaciones no se limiten a vestir de “cristianos”
a la gente, porque el ofrecerles una moral cristiana y buenas relaciones
sociales basadas en la ayuda mutua, puede darles muchos beneficios, pero si la
palabra de fe que predicamos no ha llevado a la persona a “resucitar con
Cristo”, al ver su gloria (conf. Juan 17:20-26) entonces vana será esa fe, vana
nuestra predicación, aún estarán en sus pecados (conf. 1 Cor. 15) aunque se
llamen a sí mismos cristianos.
Por eso, el
“arrepentimiento para vida” no es un arrepentimiento que nos lleva a mejorar
nuestra forma de vivir, es un arrepentimiento que nos lleva a darnos por
muertos, conforme a la verdad del juicio de Dios sobre nuestra carne, de modo
que al leer la Escritura
en el capitulo octavo de la carta a los Romanos, la revelación afirma que Cristo
“condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la ley se cumpliese en
nosotros” (v.3,4) y “si Cristo está en ustedes, el cuerpo en verdad está muerto
a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia” (v.10) (la
justicia de Cristo que condenó al pecado y nos justificó ante Dios). “Porque
todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.”
(v.14).
El llamado de
Dios nos lleva a creer en el único que puede darnos vida. Todo lo demás son
cosas exteriores que podemos buscar hacer por nuestros propios medios, pero la
vida de Cristo, un espíritu recto, un espíritu de amor, de poder y de dominio
propio, la sabiduría que viene de lo alto, un hombre o una mujer moldeados a la
imagen del Creador, es una obra interior que realiza el Espíritu de Dios, el
mismo que levantó a Jesucristo de entre los muertos. El que comenzó la buena
obra en nosotros, nos dice la
Escritura , la llevará a su fin hasta el día del Señor. Esto,
como ya dijimos, consiste en forjar un carácter, hacer que una persona sea de
una manera y no de otra, que lo que es
(y cómo sea) tenga más importancia aun que lo que hace.
Sobre esta
base podemos apreciar el mandato del apóstol Pablo: “regocíjense en el Señor
siempre” (Filipenses 4:4). Lo que somos, lo somos por la gracia de Cristo. Y lo
que hacemos tiene algún valor si Cristo lo valora, y tendrá su recompensa si el
Señor lo mandó y lo aprueba. Ya no hay cosas que debemos hacer y no hacer como fundamento de
nuestra relación con Dios, sino algo que debemos ser (“os es necesario nacer”),
algo que si no somos no podemos obtener haciendo cosas (aunque tengan
reputación de piadosas, ver Colosenses 2.21-23).
El primer
pacto dado a los israelitas consistió en hacer lo que estaba ordenado en la Ley (ver Romanos 10:5 en
contexto). El segundo Pacto radica en que las leyes de Dios son escritas en
nuestro corazón y mente, y “ninguno enseñará a su prójimo,
Ni ninguno a
su hermano, diciendo: Conoce al Señor;
Porque todos
me conocerán,
Desde el menor
hasta el mayor de ellos.
Porque seré
propicio a sus injusticias,
Y nunca más me
acordaré de sus pecados y de sus iniquidades.” (Hebreos 8:11-12)
Nótese que en
el primer pacto la Ley
daba lugar a los pecados, al ser transgredida. Pero en el nuevo pacto, las
injusticias reciben su paga (seré propicio a sus injusticias), la cual, como
vimos arriba, se realizó en la muerte de Cristo quien “condenó al pecado en la
carne”. La separación entre un Dios santo y justo y un pecador que sólo puede
pedir misericordia: “sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13) fue resuelta por
medio de Jesucristo, de modo que su encarnación vino a ser “nuestra paz, que de
ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo
en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en
ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo
la paz, y mediante la cruz reconciliar
con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades.” (Efesios
2:14-16)
Cuando las
leyes están en nuestro corazón, ya no nos son impuestas, ahora son parte
nuestra, nos guiamos por ellas como quien es guiado por sus propios deseos
personales. De ahí que hayamos hablado del fruto que produce naturalmente una
planta, no como una obra que deba realizarse externamente, sino como el
producto que surge de aquello que hay en la vida interior del árbol. Esto es
precisamente lo que está implicado en las palabras del Señor cuando les enseña
a sus discípulos:
“Yo soy la vid
verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo
quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto.
Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí,
y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no
permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la
vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva
mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.” (Juan 5:1-5)
Permanecer en
Cristo es una cuestión de relación viva entre dos personas, entre el Maestro y
su discípulo, entre el Señor y su siervo, entre el Pastor y su oveja, una
relación que sólo es posible por medio del “Espíritu de fe” (2 Corintios 4:13) que
recibimos por el oír con fe (conf. Juan 14:22-23; Gálatas 3:2; Efesios 3:17) la
palabra de Dios (2 Timoteo 3:16-17).
El verdadero
cristianismo se puede resumir en la relación que cada hombre y mujer viven día
a día a lo largo de sus vidas con su Señor y Salvador. Fuera de eso, podemos
construir muchas cosas, hacer muchas obras, pero “sólo una cosa es necesaria”
la cual vimos en qué consiste: oír la voz del Señor en nuestra intimidad
cotidiana y que todo lo demás quede subordinado a esa relación principal, la
más importante de todas, aquella en la que nuestra vida delante de Dios Padre
se desarrolla por medio del Hijo gracias a quien “tenemos seguridad y acceso
con confianza por medio de la fe en él” (Efesios 3:12).
La única
seguridad que tenemos delante de Dios es la que la cruz del Señor nos concedió,
ya que la propiciación por nuestras faltas fue totalmente saldada por los
méritos de su sangre. De allí que la seguridad de los santos no sea otra que el
poder acudir al Señor por medio de la fe sabiendo que “si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de
toda maldad” (1 Juan 1:9).
El verdadero
cristianismo comienza entonces en esa vida de relación con el Hijo de Dios, por
medio de su Espíritu, en la cual dependemos por completo de su gracia para ser
limpiados y enseñados para que así podamos dar frutos (en toda relación y para
toda buena obra) y ser libertados del mal.
“Porque el
Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.
Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la
gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen,
como por el Espíritu del Señor.” (2 Corintios 3:17-18)
N.M.G.
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